Este jueves, 20 de agosto de 2015, a partir de las 19:30, el bello reducto de la librería de Tito Yánover, la inconfundible Librería Norte, sita en la Avda. Gral. Juan Gualberto Gregorio de Las Heras 2225, entre el Gral. Miguel de Azcuénaga y el pasaje Cantilo, frente al gótico edificio (remozado) de la Facultad de Ingeniería de la UBA, el novelista irlandés Colum McCann, presentará su libro “Transatlántico”.
Colum nació en Dublín, allá por 1965.
Compartimos una autopincelada del escritor.
Leedla, y veréis que la invitación es (aún) mas apetecible
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La memoria tiene un intenso efecto de retroceso.
Dublín a mediados de la década de 1970. Nueve años de edad.
Era un día de clases, pero mi padre me había llevado a su trabajo, a su periódico, el Evening Press.
Subimos la escalera hasta su pequeña oficina del tercer piso.
Era revisor y editor periodístico y literario.
En su oficina había más libros que empapelado.
Sobre el suelo, revistas y periódicos yacían abiertos, pero no muertos, como si conversaran entre sí.
Me senté en su glorios silla giratoria y di vueltas.
Mientras que el trabajó sobre algunos artículos, diagramó otros, marcó con lápiz rojo algunas frases. En fin, su rutina cotidiana.
Más tarde, fuimos a la biblioteca, al cuarto de revelado, y al bar del periódico.
Cuanto más nos internábamos dentro del edificio, tanto más audible era el zumbido de actividad.
Bajamos la escalera hasta la redacción. Allí me recibió un ruidoso diluvio: el parloteo de la televisión, teléfonos que sonaban a todo volumen, y las teclas de las máquinas de escribir.
Los cadetes corrían por toda la redacción.
Los editores gritaban en sus teléfonos.
Los fotógrafos se llamaban entre sí (a los gritos).
Los tubos neumáticos, ¡que antigüedad!, trasladaban texto a las oficinas de planta alta.
Los redactores calzaban grandes rollos de papel en sus Olympias y empezaban a tipear con dos o tres dedos.
En el aire flotaba la dura sensación de que cualquier cosa importante había ocurrido exactamente cinco minutos atrás.
Mi padre me guió bajo el destello de los tubos fluorescentes, ante el escritorio de artículos generales, el de noticias, el de deportes.
Vestía un traje gris, una camisa blanca, una corbata roja, con el extremo arrugado en el sitio en que solía mordérsela. Los mensajeros le llenaron las manos de sobres.
Sus colegas periodistas alzaban los ojos de sus escritorios, lo saludaban con una inclinación de cabeza, con un guiño, charlaban. Todos intercambiaban apretones de mano.
Hombres y mujeres sacudían mi pelo.
Al fondo de la redacción me alzó y me sentó sobre uno de los largos escritorios de madera.
-Ahora escúchame -me dijo. Hazte un favor...
-¿Sí...?
-¿Ves todo esto?
Yo balanceaba las piernas sobre un costado del escritorio. Él hizo una pausa por un momento.
-Escúchame. No seas periodista.
Se metió el extremo de la corbata en la boca y lo masticó. Incluso en ese momento, a esa edad, supe que era bueno en su trabajo, que en todas las oficinas lo querían y que traía a casa un buen salario.
Y me gustó la música del lugar, la máquina de télex, los dictáfonos, la campanita que marcaba el retorno de los carros de las máquinas de escribir, veinte o treinta sonando a la vez.
-¿Por qué, papá?
-Por nada -me dijo-, tan sólo trata de no ser periodista.
Me dio unas palmaditas en la cabeza y miró hacia otro lado.
Había otro ruido de fondo, el profundo zumbido de una máquina que venía de atrás de las oficinas. Mi padre me alzó para bajarme del escritorio, me tomó de la mano, me condujo fuera de la redacción, por una escalera, a través de una serie de puertas batientes de color rojo.
La sala de impresión tenía la longitud de varias canchas de fútbol.
Una especie de oscuridad en todas partes, el aire viscoso por la tinta.
Avanzamos por las pasarelas metálicas bajo compresores gigantes y ventiladores que giraban. Las cintas transportadoras rodaban sobre nuestras cabezas. Los pistones iban y venían. Enormes cilindros de metal giraban en el aire.
Abajo, en el nivel del suelo de la imprenta, las páginas se componían, las planchas de tipografía volvían atrás como algún extraño jeroglífico.
Mi padre se agachó para acercarse a mí y me gritó algo al oído, pero no alcancé a oír lo que me dijo. Era como si, al acercarse, estuviera muy lejos.
Parecía más pequeño ahora, en este lugar enorme. Le aferré la mano mientras caminábamos entre las rotativas. Un capataz estaba sentado en una jaula en el centro de la sala. Un delgado muchacho pasó junto a nosotros, por la pasarela, llevando una bandeja con tazas de té: no parecía mucho mayor que yo. Otros hombres pasaban a nuestro lado por las pasarelas, gritándose entre sí en medio del estrépito. Parecían oscuras sombras que desaparecían entre las máquinas.
De pronto advertí que estos hombres eran muy distintos a mi padre. Había en ellos cierta dureza. Cierta crudeza. Y se vestían de manera diferente. Todos tenían puestos overoles azules. Sus manos estaban oscurecidas por la tinta. Hablaban con un cerrado acento irlandés. Sus cuerpos ocupaban otra clase de espacio. Mi padre se movía suavemente entre ellos con su traje bien cortado. Nadie se reía ni bromeaba ni me alborotaba el pelo. Avanzamos por la pasarela metálica siguiendo la línea de producción de un periódico hasta la guillotina, donde los diarios eran apilados y atados y lanzados a los acoplados de los camiones.
Afuera, más bullicio. Motociclistas. Repartidores. Personal de seguridad.
Para un chico de nueve años, la novedad del día fue lo grande que se había hecho el mundo de repente, y lo diferente que podían ser los hombres, y cómo la gente parecía tener su propio rinconcito, y cada rincón era un mundo.
Miré a mi padre, de pie bajo el sol en la calle Poolbeg, y fue algo semejante a hacerme mayor, algo semejante a un alejamiento.
Crecí en los suburbios. Mi padre tenía un jardín de rosas. Lo adoraba: mil rosas tan estrechamente apiñadas que uno podía oler su fragancia desde la calle, a cincuenta metros de distancia. Cumplía su turno en el periódico y después volvía en auto a casa, se servía una copa de vino y salía por la puerta trasera a conversar con sus rosas. Era su momento de liberación: la necesidad de un trabajo que trascendiera las palabras. Más tarde se calzaba sus botas forradas en piel, su anorak Garden News, sus pantalones viejos y rasgados, y cavaba o cortaba el césped, o recortaba el seto, o arreglaba las ventanas del invernadero, o hacía la polinización cruzada de las semillas que había cultivado con tanto cuidado.
Trabajaba la tierra como si deseara que lo dejara agotado.
Dos veces por año hacía traer un enorme cargamento de estiércol de una granja vecina, para fertilizar las rosas. Lo dejaban caer, hediondo, en una pila en nuestro jardín delantero. Se lo olía en toda la calle. Nada le gustaba más que calzarse sus botas de jardinería y, con una horquilla, cargar una carretilla tras otra, dejando que el estiércol volara en el aire. Mis hermanos y hermanas procuraban evitar el día en que llegaba la mierda, para que no nos pidiera que lo ayudáramos.
Una vez encontramos un diminuto ternero muerto entre el estiércol, no más grande que una caja de zapatos. Mi padre lo arrojó lejos y reanudó alegremente su trabajo.
Recortaba los bordes de los canteros. Cultivaba rosales floribundos. Desarrolló flamantes variedades de rosas miniatura. Las etiquetaba y las cultivaba. Podaba los tallos. Desmalezaba. Mataba los pulgones aplastándolos entre sus dedos. Las noches de verano se quedaba afuera hasta que el cielo se oscurecía sobre él. Los fines de semana se pasaba el día entero en el jardín o nos llevaba a Dun Laoghaire a una exhibición de flores.
Tenía también otra pasión: el fútbol. Había sido futbolista profesional en Charlton Athletic cuando era muy joven, y aunque le dolía vernos jugar al fútbol en el jardín de Dublín, jamás nos lo impidió, nunca. Yo solía pegar con cinta adhesiva transparente las rosas cuando la pelota quebraba algún tallo. Una vez él cortó la rosa que habíamos quebrado y se la llevó a mi madre para que la pusiera en un florero, tras haberle quitado la cinta adhesiva con todo cuidado.
En realidad nunca entendí su pasión por la jardinería, pero mientras estaba entre sus rosas mi padre me parecía el primer hombre del mundo que había silbado.
Trece años más tarde, tuve la oportunidad de volver a ver a los impresores entregados a su tarea. Era en ese momento un periodista principiante, y aún suficientemente joven como para que me emocionara ver uno de mis artículos saliendo de las rotativas.
Salí de la redacción y me quedé de pie en la pasarela metálica.
En general trataba de evitar a mi padre en el trabajo: solamente por el simple hecho de que quería evitar cualquier rumor de nepotismo en el diario. Había conseguido el empleo de manera justa y merecida -incluso había ganado el premio del año al Periodista Joven- pero no quería escuchar los comentarios envidiosos. Y la admonición de mi padre no dejaba de resonar en mis oídos: No seas periodista. Y cuanto más grande me hacía, tanto más me daba cuenta de la importancia de mi padre en los círculos literarios de Dublín. Era famoso por ocuparse de los escritores jóvenes. Había creado una página especial exclusivamente para periodistas mujeres, algo bastante radical en esa época. Le pagaba bien a todo el mundo. Alentaba a la gente. Incluso había fundado, junto con David Marcus, la New Irish Writing Page, donde habían publicado a todo el mundo, desde Edna O´Brien hasta Ben Kiely, John McGahern y Neil Jordan.
Una tarde me encontraba en la sala de impresión y lo vi venir bajando la escalera hacia lo que se conocía como la piedra, donde se apilaban los periódicos. Avanzó a través de la entintada penumbra. Tenía un lápiz tras la oreja y una regla metálica en las manos. Parecía llevar puesto el mismo traje gris que vestía años atrás. Su corbata aún estaba húmeda en el sitio en que la mascaba. Para entonces, yo me había enamorado del lenguaje y no había ningún lugar mejor para las palabras que la sala de impresión: la caja del infierno, la caja del Diablo, la caja de la barra espaciadora. Las viudas, los huérfanos, los espacios compensados. Las galeras, los clichés, la guillotina. Recuerdo haber pensado: ahí está mi padre entre los hombres de piedra.
Sus páginas ya estaban compuestas y listas para imprimir. Él las releyó para corregir errores y el estilo. Era capaz de leer de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda. Los años de práctica lo habían vuelto experto en leer en cualquier sentido y dirección. Lo observé mientras terminaba su tarea, con cuidado y meticulosamente. Parecía apurado. Embutió unos papeles en su maletín marrón y se fue, a casa, sin duda directamente a sus rosales.
Cuando el turno de los impresores terminó, un grupo de ellos -linotipistas y correctores- salieron por la puerta de atrás a la calle Poolbeg. Yo fui tras ellos. No sé por qué quise seguirlos, lo hice por instinto. Había en mí una suerte de melancolía... en ese momento estaba pensando en marcharme de Irlanda, abandonar mi trabajo, irme a América, tal vez incluso irme lejos para intentar escribir una novela.
A poca distancia se encontraba Mulligan´s, un antiguo y bello pub instalado tras una fachada de doscientos años de antigüedad. Los impresores conocían muy bien el lugar. Entraron a través de la bruma de humo de cigarrillo y aserrín. Los impresores no me conocían... yo era tan sólo un rostro más en la multitud. Me senté cerca de ellos y escuché. Alguien pidió un "rozziner". "Sírvanos un "rozziner", por favor". La palabra fue repetida un par de veces, con su dura música dublinesa.
-¿Qué es un "rozziner"? -le pregunté a uno de los hombres.
-El primer trago del día -me dijo.
Me llevó años darme cuenta de que hablaban de la resina (en inglés, rosin ) que hay que pasar por el arco de un violín antes de tocar.
Si el juego es la sombra del trabajo, tal vez el trabajo sea la sombra del juego.
A principios de 2009, tras terminar una nueva novela, volví a Dublín desde mi hogar de Nueva York. El jardín de mi padre parecía en buena forma a los ojos de un amateur , pero para él estaba hecho un desastre. Simplemente, había demasiado trabajo que hacer. Muchos rosales habían sido arrancados y los canteros, cubiertos con grava. La tierra estaba ahogada por malezas. Los setos estaban estropeados. Él observaba todo desde la ventana de la cocina, con la cara larga porque ya no podía atender su jardín.
Hacía mucho tiempo que se había retirado del periódico. De hecho, el periódico mismo hacía mucho que se había retirado del mundo... todo el grupo Irish Press había quebrado en la década de 1990.
Salí al jardín y empecé a arrancar las malezas. Cuando un escritor termina una novela no hay nada mejor que el duro trabajo físico para curarlo del fracaso. La tarea me resultó refrescante. Mi padre permaneció en la ventana de la planta baja casi todo el tiempo, pero al final del primer día ya estaba afuera, de pie en el umbral. "Por dios, ¿puedes dejar de hacer eso?", me dijo, mirando las profundas cortaduras en mis manos, en mis brazos, en mi cuero cabelludo. Al día siguiente salió al jardín, apoyado en un andador azul bajo la llovizna, mientras yo andaba entre las rosas, lastimándome otra vez con las espinas. "Se ve mejor -dijo él- pero por Dios, no tienes que hacerlo, podemos contratar a alguien, tú tienes otras cosas que hacer, simplemente déjalo."
Al día siguiente, tenía una copa de vino en las manos. Al quinto día, cuando el jardín ya había empezado a parecer nuevo -y por lo tanto antiguo-, mi padre literalmente se puso en cuatro patas y empezó a desmalezar un cantero a mi lado.
La culpa del emigrante... desmalezar el jardín de tu padre.
Podría haberse convertido en parodia -por dios que el viejo sabía manejar una pala, igual que su propio viejo- pero había en ello algo profundo, el deseo de volver a casa, de impulsar el cuerpo en una dirección distinta a la de la mente, la necesidad de cansarme junto a él aunque fuera de una manera poco importante.
Un mes más tarde, de regreso en Nueva York, terminé sufriendo una osteomielitis, una infección ósea que me tuvo hospitalizado durante un par de semanas. Los médicos dijeron que posiblemente me la había pescado por una herida en las manos.
No importa. La vida nos reserva sus pequeñas y oscuras ironías.
En el hospital -volteado por la morfina- tuve la oportunidad de releer el Ulises . Volví a entrar en esas páginas. Uno recupera las palabras, su vieja piel. La novela me devolvió a Dublín, por supuesto, al Dublín de mi abuelo, al Dublín de mi padre, a mi propio Dublín, incluso a la calle Poolbeg, a los hombres entintados y la piedra, y a las voces que pedían un "rozziner". Marcaba pasajes de la novela y a la noche me quedaba dormido bajo el cosquilleo del suero antibiótico y a la mañana me despertaba con la novela abierta sobre el pecho.
Una tarde vino mi hijo y me preguntó por qué había escrito en los márgenes del libro. Mi hijo de seis años. Siempre hacen preguntas.
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