(Por Marc E. Boillat de Corgemont Sartorio)
Un tipo intelgente y profe universitario se encontraba últimamente en extraños estados de ánimo: ansioso, infeliz.
Y si bien creía ciegamente en la superioridad que su saber le proporcionaba, no estaba en paz consigo mismo, y por ende, tampoco con los demás.
Su infelicidad era (casi) tan profunda como su vanidad.
En un atisbo de humildad había sido capaz de escuchar a alguien que le sugería aprender a meditar como remedio a su angustia. Ya había oído decir que el zen era una buena medicina para el espíritu.
En su región vivía un excelente maestro y el profesor decidió visitarle para pedirle que le aceptara como estudiante.
Una vez llegado a la morada del maestro, el profesor se sentó en la humilde sala de espera y miró alrededor con una clara -aunque para él imperceptible- actitud de superioridad.
La habitación estaba casi vacía y los pocos ornamentos sólo enviaban mensajes de armonía y paz. El lujo y la ostentación estaban ausentes.
Cuando el maestro pudo recibirle y tras las presentaciones debidas, el primero le dijo: “permítame invitarle a una taza de té antes de empezar a conversar”.
El ansio/soberbio aceptó disconforme. En pocos minutos el té estuvo listo.
Sosegadamente, el maestro sacó las tazas y las colocó en la mesa con movimientos rápidos y ligeros al cabo de los que empezó a verter la bebida en la taza del huésped. La taza se llenó rápidamente, pero el maestro sin perder su amable y cortés actitud, siguió vertiendo el té.
El líquido rebosó derramándose por la mesa y el profesor, que por entonces ya había sobrepasado el límite de su paciencia, estalló diciendo:
- “¡Necio! ¿Acaso no ves que la taza está llena y que no cabe nada más en ella?”.
Sin perder su ademán, el maestro contestó:
- “Por supuesto que lo veo, y del mismo modo, veo que no puedo enseñarte el zen. Tu mente también está llena”.