Así podríamos resumir el espectáculo (literalmente hablando), que anoche, martes 18 de junio ofreciera la narradora Ana María Bovo, en el cine teatro Auditorium de la litoraleña Puerto Madryn. El escenario despojado casi por completo. Solo la artista, vestida con una sobriedad ibérica, una silla y el telón de fondo. Micrófono en mano, Ana María tomó a cada uno de los 100 espectadores, y empezamos su derrotero con cuentos breves. Visitamos barrios varios de París, con el factor común de la sencillez y la sensibilidad.
Por mas actuación que fuere, siempre hay mucho de autobiográfico, y descubrimos no solo los genes de sus ancestros, sino de sus descendientes.
Anduvimos por Montmartre, ferias varias, y navegamos por el Sena. Sacamos fotos y descubrimos el brillo de la luz, precisamente en la cité lumiére.
La narradora aclaró que en breve, dejarían de ser necesarios los aplausos a intervalos cortos, cuestión que oficiaba de cortina entre relatos. No forzados, sino espontáneos.
Luego vendrían narraciones de película, en todo sentido, porque se dió el lujo de llevarnos al cine Sarmiento.
Aquel de la cordobesa ciudad de San Francisco, donde un tio suyo que trabajaba allí, introdujo en el mundo del celuloide a varios miembros de la familia, en particular a los mas pequeños. Visitamos la fila 21, el maní con chocolate, y las interpeladoras pregunta de un ser querible, que los hizo viajar a los mundos del neorrealismo italiano, a Hollywood y al cine argentino de otra época.
Narró, nos tomó el tiempo, tuvo el sentido exacto del tiempo de cada espectador, cuestión que la delató como excelente lectora de los silentes gestos de cada espectador.
Su única escenografía es la silla, aquella que arrancara como un gajo de las rondas de cuentos de los que fue partícipe durante su infancia.
Y como lo logró! Pese a los denodados esfuerzos comunicativos del s.XXI, donde todo es urgente, y hasta en el reducto mas mínimo, llegan las (malditas) señales de los teléfonos móviles.
Una irrupción. Detuvo su narración. El espectador cortó, e ipso pucho, hubo un redial. Nuevo corte (y confección). Ana María invita a apagarlos, o atenderlos fuera de la sala, si era la llamada para atender un parto .. Sigue el alumbramiento de historias, y en medio de un western de Hollywood, aparece una misteriosa conversación que se entremezcla con el espectáculo. Todos asombrados, espectadores, organizadores, y la propia artista con gran enojo, que supo disimular (profesionalmente). Corte de la narración, y explicación acerca de la concentración que necesita, etc. Stop and go. No se identifica la procedencia irruptiva. Reaparece lejana, pero aún audible.
Así y todo, la Bovo retoma el espectáculo con velocidad, virulencia y convicción profunda. Dispuesta a quitar de las cabezas espectadoras, el diálogo interpuesto, volvemos al celuloide.
Y concluye el relato dejando en claro el amor a la butaca, al disfrute colectivo, al vínculo que supo forjar el tío que adoptó a sus sobrinos como hijos.
Yendo de la cama al living. De Leonardo Favio, a Nothing Hill, pasando por Gian Franco Pagliaro.
El amor a las funciones especiales de los martes, y como estos días se transformaban en sábados, casi automáticamente una vez finalizado el cole..
Cerramos el cine, y Ana María, subió el telón.
Proyectó fotos y vino lo mejor del espectáculo.
El viaje a una localidad cercana a Almería, de ande era su abuelo, hombre que aprendió a capturar el viento, instalando molinos en tierras argentas.
Ana regresó al poblado de sus ancestros, Alboloduy, en 1986, y tomó contacto con una sobrina de su abuelo,Anita María. Una joven de 86 años, soltera, entera y llena de vida.
Mostró no solo fotos, sino cartas de aquella mujer que tan solo había cursado hasta tercer grado, pero siguió eternamente en la escuela de la vida.
En cada carta una oración, un soneto de agradecimiento.
Una luz cegadora, que con sus destellos iluminó toda la sala.
Allí se enteró que todo el pueblo concurría a la casa de la dama. Las señoras para rezar, los grandes en busca de escucha y consejos de una octogenaria, y los chicos, en busca de historias que ella (genialmente) narraba.
Mendel y la genética no mintieron. Hay dones que se llevan en la sangre. No deben estar escondidos.
Hay que sacarlos afuera, regarlos y cuidarlos.
Aquella plantita, sembrada un cuarto de siglo ha, hoy es un vergel, casi una selva tropical.
Si no fuera por sus relatos, de esta realidad no nos salva ni Tarzán.
Fueron 90 minutos de disfrute, de sinceridad, sin chabacanerías. Sino conectando desde lo mas profundo de las historias, reviviendo aquel género, mágico, como el de los relatos.
Estabamos en la platea, pero era casi una ronda.
Tan solo faltó el fuego, ese que puso la sobrina narradora, que no en vano lleva el mismo nombre.
Gracias a Osde por tan feliz iniciativa.
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