fuera amigo de Astor Pantaleón.
En vísperas de los quince años de la
partida del gran músico, quiero homenajearlo con este sabroso escrito.
Sursum Corda!, Quique F.
-----------Nota de Albino publicada en Perfil 1.7.2007--------------------------------
El 4 de julio se cumplen quince años de la muerte de Astor Piazolla, y
el autor de ese ensayo, amigo y compañero de correrías porteñas y
neoyorkinas junto al músico, rememora vivencias compartidas, visitas a
esposiciones de pintura y cantinas. La bibliografía que gira en torno
a Astor es numerosa; aún así, o tal vez por eso, Albino Gómez recurre
a su anecdotario personal para arrojar luz sobre algunos aspectos
desconocidos de la vida del maestro, como la vez que "durmió" junto a
la enigmática Greta Garbo…
Lo llamaron Astor en homenaje a Astor Bolognini, un violoncelista
amigo de su padre Vicente. La historia de este pisciano –como él
astrológicamente se reconocía- comenzó el martes 11 de marzo de 1921
en Mar del Plata a las dos de la madrugada, y su vida, aunque no su
historia, se cerró hace quince años, el 4 de julio de 1992 en Buenos
Aires, después de una penosa y larga enfermedad, que lamentablemente
puso fin a su prolífica producción cuando seguía desarrollándose
con una enorme potencialidad creadora en París. Cincuenta años antes,
en 1942, todavía menor de edad, porque en aquellos años la mayoría
comenzaba a los 22, se casó con Odette María Wolf ("Dedé"), una bella
argentina con sangre alemana y francesa, que le dio sus únicos hijos,
Diana y Daniel. Pero hasta llegar a eso, pasaron muchas cosas, entre
otras, vivir desde los 3 años hasta los 16, en Nueva York, con una
breve interrupción de nueve meses, por una vuelta a Mar del Plata, en
un intento de sus padres, Vicente y Asunta, de reinstalarse en esa
ciudad, lo que recién pudieron lograr en 1937.
Claro está que esos años neoyorkinos le dieron a nuestro músico una
base cultural-emocional que selló toda su vida, a través de las
vivencias que significaron sus rebeldías escolares, la amistad con sus
primos italo-americanos de New Jersey, las pandillas barriales de las
que formó parte, sus rechazos al solfeo, sus primeros maestros
musicales; ese primer bandoneón de segunda mano, con cincuenta notas
metálicas y estuche de madera, que aprendió a tocar solo, mientras
recibía lecciones de piano de un maestro húngaro, discípulo de
Rachmaninov, que le descubrió a Bach y a Mozart, enamorándolo de
dichos autores de tal manera, que abandonó sus correrías y peleas por
las calles de Manhattan donde tocaba la armónica o hacía zapateo
americano por moneditas. Y cómo obviar el hecho imprevisible y mágico,
de conocer a Carlos Gardel a los once años, hacer de extra como
canillita en una de sus películas y acompañarlo a las tiendas para
hacerle de intérprete idiomático en sus compras.
Evidentemente el destino estaba tramando algo especial para el niño y
el joven Astor. Se ha escrito muchísimo sobre él -acerca de su
desarrollo musical, desde sus inicios a los 18 años como bandoneonista
de Anibal Troilo -y su arreglador después- en decenas de notas
periodísticas, algunas extraordinarias como la que le dedicara el
músico y poeta argentino Guillermo Anad en la Revista "El Arca" en
diciembre de 2000, que constituye el análisis técnico más profundo
sobre su obra, o en libros tan valiosos como el de María Susana Azzi
y Simon Collier; más las memorias de Natalio Gorín; el entrañable
texto de Diana Piazzolla o las desopilantes historias contadas por
Oscar López Ruiz. Vale decir que todo ello me exime de endilgarles hoy
a los lectores una extensísima relación cronológica de su
producción, por demás ya muy conocida, como todo lo relacionado con
la formación de su primera orquesta con Fiorentino en 1946, la
obtención del Premio Fabián Sevitzky por sus Tres Movimientos
Sinfónicos Buenos Aires, en 1953, seguido esto por la obtención en
1954 del premio de los Críticos musicales con Sinfonietta, que fuera
dirigida por Juan Martinon. Para cerrar ese breve ciclo de ocho años,
con la obtención de una beca del gobierno de Francia para estudiar
contrapunto y composición con Nadia Boulanger. Sin dejar de mencionar
por supuesto, algo tan fundamental como fueron sus cinco años de
estudio con el maestro Alberto Ginastera…Y me detengo aquí para no
violar mi propósito de evitar un sumario ya conocido, porque sólo
pretendo en esta nota recordarlo, con el modesto aporte de mi
testimonio personal a través de algunos encuentros en nuestra larga
amistad fundada en New York en 1958, cuando ya llevaba yo más de una
década escuchando sus grabaciones en los discos de pasta de 78
revoluciones. Porque me tocó nacer en el seno de una familia tanguera,
y mi padre me llevaba desde que yo tenía 10 o 12 años al Nacional, al
Marzotto o al Ebro Bar para escuchar tangos. Y como vivíamos en la
calle Corrientes, al lado del teatro Politeama, pasaba todos los días
para ir a mi escuela, por la vereda del Tibidabo, donde yo sabía que
tocaba Troilo, como también por comentarios de mi padre a sus amigos,
que había debutado en esa orquesta un joven bandoneonista de apellido
Piazzolla.
Mi gusto por el tango estaba determinado por lo que escuchaba en mi
casa, que abarcaba desde los de la Guardia Vieja y Gardel, hasta los
musicales de Francisco Canaro en los teatros, o el refinamiento de las
orquestaciones de Osvaldo Fresedo que ya agregaba instrumentos no
convencionales. También me motivaban las milongas en los clubes de
barrio a las que iban mis primos mayores. Y luego los bailes de los
Carnavales con orquestas de tango y jazz..
Ya veinteañero descubrí mi gusto por el jazz, que en Buenos Aires
tenía como el tango en esos años, grandes formaciones musicales como
las de Eduardo Armani, Luis Rolero con Helen Jackson o Héctor y su
jazz. Pero al mismo tiempo renovaba mi gusto por el tango gracias a la
nueva riqueza musical que comenzaba a recibir a través de Horacio
Salgán y de Astor Piazzolla.
Recuerdo que operado de apendicitis a los 22 años, durante mi breve
internación de tres días, con dos noches, como se me permitiera
instalar en mi habitación del sanatorio un pequeño Cinco, me lo pasé
escuchando "Prepárense" de Astor Piazzolla, grabado en un disco TK por
Anìbal Troilo.
Pocos años después lo vi, aunque desde lejos en la Facultad de Derecho
cuando ganó el Premio Fabián Sevitzky. Pero tardé cinco años más para
encontrarlo y conocerlo personalmente, en mi primer viaje a Nueva York
en 1958. Yo tenía en esa ciudad a varios amigos, y dos de ellos,
colegas míos en el Servicio Exterior, eran amigos y admiradores de
Piazzolla. Ellos me lo presentaron y comenzó una amistad enriquecida
por la estimulante vida cultural que nos brindaba Nueva York, donde
había además un grupo de destacados argentinos vinculados al
periodismo, a la pintura y a la música, como Ana Itelman, Horacio
Estol, Omar del Carlo, Marcelo Bonevardi, Sergio Mihanovich y Enrique
Villegas, entre muchos otros, con quienes compartíamos varias noches
durante los dìas semana, más las tardes de algunos sábados y
domingos. Astor y yo vivìamos a una distancia de apenas cinco minutos
de auto, ya que solo se trataba de cruzar el Central Park, desde la
Quinta Avenida hasta Broadway, a la misma altura, por lo cual nuestros
encuentros eran muy frecuentes.
Astor vivìa en la calle 92 y Broadway, es decir del lado Oeste de la
ciudad, a una cuadra del Central Park. Lo acompañaban Dedé, Daniel y
Dianita, que andarían por los diez o doce años. En ese departamento,
por el cual pasaron decenas de artistas, recaló un sábado por la tarde
Juan Carlos Copes con su compañera María Nieves, que venían de Puerto
Rico y llegaban por primera vez a Nueva York. De inmediato partimos
con Astor y Copes al Barrio italiano a comprar fiambres para la noche,
y ensaimadas para la tarde. En ese tiempo, Astor estaba trabajando en
la música de un ballet para Ana Itelman sobre el tema de "El hombre de
la esquina rosada". Ya había creado su entrañable "Adios Nonino",
cuando se enteró de la muerte lejana de su padre Vicente, que lo sumió
en una profunda tristeza. También apareció por entonces fugazmente en
un par de importantes programas de la televisión local, trabajaba por
las noches en el hotel Waldorf Astoria y casi de una manera permanente
en el Chateau Madrid, un excelente lugar nocturno de música y copas.
Nuestras salidas preferidas eran las idas al cine, a los museos, al
Vanguard en la calle 11 para escuchar jazz, a las exposiciones de
pintura y a las cantinas italianas y españolas, porque el disfrute con
Astor de la comida, siempre fue parte fundamental de nuestra amistad.
También eran importantes los recorridos que hacíamos por un Manhattan
más transitable que hoy en día, como nuestras salidas más lejanas que
incluían Brooklyn, Queens y Long Island. Más allá del Bronx llegábamos
a los Cloisters para sentarnos a escuchar en la paz de los patios de
ese museo-convento, música sacra, mientras podíamos contemplar el río
Hudson, bien azul en verano y tan gris y helado en sus orillas durante
los inviernos. Es que nos fascinaba esa zona muy boscosa llamada
Riverdale, donde vivió, y murió en 1945 uno de los íconos de Astor,
Bela Bartok. Ese lugar, a unos veinte o treinta minutos de Times
Square, o sea del mismo centro de Manhattan, nos regalaba un paisaje
natural tan maravilloso que se nos hacía imposible creer que
pudiéramos estar tan cerca de esa tumultuosa y vibrante ciudad
neoyorkina. Por supuesto, también eran inafaltables nuestras largas
tenidas nocturnas de charlas y discusiones sin fin sobre cine, música,
libros y hasta sobre política.
No quisiera, por haber contado ya infinidad de veces en varios medios,
las circunstancias que me permitieron presentarle en Nueva York a
Astor, a Igor Stravinksy, pero si vale la pena que vuelva a señalar
algo que sólo los ìntimos conocen, y es la timidez de nuestro músico
frente a sus ídolos, porque ante la sorpresa de que era realmente
verdad que yo podía presentarle al gran músico ruso, ya frente a él,
no le salía ni una palabra de saludo, sus piernas como él mismo contó
en algún reportaje, temblaban y no podía articular una sola palabra.
Sólo al día siguiente pude reunirlos y hacer provechoso para Astor el
encuentro. Pero en cambio, voy a utilizar ese espacio para referir
otra circunstancia demostrativa de su gran timidez frente a una
persona que admiraba artísticamente con pasión: Greta Garbo. Porque
estuvo sentado a su lado en una vuelo en primera clase de Aire France,
desde París a Nueva York, no recuerdo ahora si eso ocurrió en 1977 o
1978. La gran capelina cubría el restro de la actriz y la inmovilidad
de su sueño, que la mantuvo sentada durante todo el viaje no pidiendo
ni un vaso de agua, le impidió, a quien era normalmente muy audaz y
capaz de cualquier picardía o estrategema, inventar nada para
intercambiar un par de palabras con ella. Otra vez su timidez. Por
supuesto, eso le impidió pegar un ojo durante toda la noche del viaje,
y sentirse totalmente frustrado. Su amada actriz "pasó la noche con
él", durmiò a su lado, y nada, ni una palabra.
El hecho es que casi al mismo tiempo, tanto Astor Piazzolla como yo
dejamos Nueva York, Continuó nuestra amistad en Buenos Aires, donde
tuve oportunidad de escribir una letra para su tema "El mundo de los
dos", que me pasó en su departamento de Entre Rìos y Venezuela, donde
todavía sigue viviendo Dedé. También le hice entonces otra letra para
la vidalita que fue uno de los temas musicales de la película "Paula
cautiva". "El mundo de los dos" lo estrenó en 1962 en el recién
inaugurado boliche "676", con su quinteto integrado por Jaime Gosis,
Oscar López Ruiz, Elvino Vardaro, Quicho Días, y la voz de Héctor de
Rosas. Luego, en 1963 lo grabó. En Buenos Aires reanudamos la vida
nocturna que hacíamos en Nueva York, siguiendo todas sus actuaciones
en diversos boliches como Jamaica o La Noche y en sus conciertos en
universidades. También compartió Piazzolla en ese tiempo, los estudios
de la Radio Municipal, en su modesto sótano debajo del Teatro Colón,
con la orquesta de Aníbal Troilo y con el dúo Salgán-De Lío, gracias a
la renovación cultural y musical que le impuso entonces a la emisora
de la Ciudad, el doctor Virgilio Tedín Uriburu con Ricardo Constantini
y Julio Alvarez Freyre. Por supuesto, Astor tenía grandes admiradores,
pero asimismo numerosos detractores que negaban que su música fuese
tango. Pero Astor decía que había sido admirador y seguía siéndolo,
de las orquestas de Julio de Caro, Osvaldo Fresedo, Elvino Vardaro,
Osvaldo Pugliese y Aníbal Troilo. Como también manifestaba su
admiración, entre otros músicos, por Horacio Salgán. Atilio
Stampone, y Leopoldo Federico. Pero que no podía escribir ni sentir
como ellos por no poder ni querer imitarlos. Y en cuanto a lo que se
decía acerca de que empleaba ritmos y armonías modernas en sus tangos,
sencillamente aclaraba que se trataba del "nuevo tango", y que no
sería un error vaticinar que eso que hacía en ese momento, en un
futuro no muy lejano, habría de ser tildado de antiguo. En 1969,
mientras me desempeñaba como director de programación del Canal 7, en
un finalmente frustrado intento de transformarlo en un canal cultural,
fui designado jurado técnico internacional para el "Festival de danza
y canción de Buenos Aires", que se desarrolló en el Luna Park, y
compartí ese honor con Francisco García Gimenez, Lucio Demare, Hamlet
Lima Quintana, Eduardo Lagos, Horacio Malvicino y Chabuca Granda. En
dicho festival Piazzolla presentó la después famosísima "Balada para
un loco", con letra de Horacio Ferrer y cantada por Amelita Baltar, a
la que los integrantes del jurado técnico votamos para el primer
premio pero que lo perdió por la decisión del voto popular, que le
otorgó dicho premio al tango "El último tren" de Julio Ahumada. Este
tango tuvo una sola grabación, la del propio concurso, y nunca otra
más. En cambio, la "Balada para un loco", como es bien sabido,
constituyó un éxito mundial. Después, la vida y los trabajos nos
llevaron por distintos países, pero seguimos escribiéndonos y
encontrándonos, por ejemplo, en Nueva York cuando viajé para cumplir
con un trabajo de Clarìn, mientras Astor llegaba desde París, donde
estaba viviendo, invitado en el marco de los festejos del "Columbus
Day" para interpretar tres temas suyos orquestados por él para los
cincuenta músicos de la Filarmónica de Nueva York, y que tuve el
enorme placer de escuchar en el Madison Square Garden. Para ese
concierto también llegó Diana desde México, donde estaba exiliada
duraante el tiempo de la última dictadura militar. Ese viaje desde
París fue el del otro ataque de timidez frente a Greta Garbo. No me
queda ya espacio para seguir hablando de nuestros encuentros, pero al
menos quisiera agregar el que tuvimos cuando siendo embajador en
Suecia, pude recibirlo en Estocolmo dos veces. La primera fue cuando
dio un deslumbrante concierto con su quinteto en el mejor teatro de la
ciudad colmado en su capacidad para 1200 espectadores, quedando más de
trescientos afuera de la sala, sin poder lograr un lugar. La grabación
de ese concierto, con las palabras previas de Piazzolla en su flúido
inglés se sigue pasando todavía hoy, después de veinte años, en la
Radio Sueca. La segunda fue cuanto participó con el mismo quinteto
meses después, en verano, en un festival de jazz a orillas del
Báltico. Por supuesto, en las dos oportunidades comimos con todos los
integrantes del quinteto en mi casa, donde charlamos y escuchamos
hasta el amanecer una selección de temas suyos que preparé gracias a
mi discoteca, cuya "sección Piazzolla" tenía en 1986 cerca de sesenta
casetes. En los comienzos de los años cincuenta, con mis jóvenes
amigos, ya considerábamos a Astor Piazzolla un equivalente a George
Gershwin, porque como él estaba creando una gran música partiendo de
las raíces populares de la ciudad. Y como decía Guillermo Anad en el
trabajo que antes citara, a pesar de no haber sido un "tanguero", o
quizá justamente por eso, llevó el Tango a terrenos insospechados,
donde acaso ya no hacìa falta sentir "el temblor de las baldosas de un
bailongo", sino más bien la kepleriana música que produce la Tierra al
desplazarse en el Universo.
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