De la columna saturnina de Norberto Firpo, "Rigurosamente incierto", publicada en La Nación del 3 de mayo de 2008.
La Universidad de Harvard acaba de poner en pantalla el curso online de psicología positiva.
Las aulas de esta materia, la más popular de cuantas se dictan allí, estaban abarrotadas de alumnos, o sea que la medida obedeció a la necesidad de abrir nuevos caminos a la enorme cantidad de interesados en pulsar los resortes de esa materia.
Pero ¿de qué trata y qué demonios estudia y enseña la psicología positiva?
Respuesta: trata sobre las posibilidades que brinda el mundo moderno para que un individuo cualquiera sea feliz, relativa y moderadamente feliz.
Estudia lo compleja y temeraria que puede resultar la pretensión de alcanzar tal objetivo (antes del descanso eterno, claro) y enseña unas cuantas fórmulas para gambetear obstáculos y para superar la retahíla de frustraciones que, por resquebrajamientos de la autoestima, convierten a la felicidad en inaprensible anguila, en pedestre utopía.
Hay que decirlo: el tema de la felicidad y cómo conseguirla está mereciendo obsesivo tratamiento periodístico, a tal punto que a menudo los medios de prensa vierten noticia sobre investigaciones insólitas, llamadas a generar risa o estupor.
Una de ellas: científicos de la Universidad de Bristol, Inglaterra, consideran –dice la revista Neuroscience– que la gente que mantiene activo contacto con la basura y que desdeña el rito cotidiano del jabón y la ducha es la más predispuesta a albergar una bacteria que impulsa al cerebro a acelerar la producción de serotonina. Y la serotonina, natural antidepresivo, suele ser identificada como la hormona del bienestar.
La mugre, deducen en Bristol, quizá conduzca al hombre, con mucha más presteza que el dinero, a ser feliz.
Pero ¿contribuye el dinero a que el cerebro fabrique serotonina a escala mayorista, a rolete? Estudiosos de la Universidad de Bologna, Italia, lo niegan rotundamente: el vil metal y el todavía más vil papel moneda mantienen al cerebro en angustiosa expectativa y en feroz debate, ya que el miedo a la eventual bancarrota y la omnipresente ilusión de acumular aún más riqueza son polos opuestos en permanente controversia, que quitan el sueño, taponan las arterias coronarias y generan rabiosos entuertos laborales y familiares.
En El malestar de la cultura (Alianza, 2006), Sigmund Freud alude al "arte de vivir" y a las funestas distorsiones que sufrió ese arte: en vez de marchar en pos de cuanto placer forje el sentimiento de felicidad, uno –flor de canalla, tan a menudo– procura eludir injurias y tristezas, endosándoselas al prójimo.
¿Es cierto eso de que nadie puede ser feliz sino a expensas de la felicidad ajena?
El resentimiento social se nutre de interrogantes de esa calaña. © La Nacion
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