miércoles, enero 14, 2009

El misterioso mundo de los trufos

Comparto opúsculo de Luis Rappoport, que data de abril 8 de 2006

Discurríamos en la mesa de las doce de la noche en el bar Suárez sobre los cronopios, los famas y los esperanzas, cuando Brian Carmona —el filósofo y psicoanalista— salió con que lo de Cortázar es un esteticismo estéril, propio de un realismo mágico vacío. Que la cultura hispanoamericana —literaria, productiva, política o amorosa— siempre termina optando por la fantasía en lugar de la imaginación: elige la ilusión y abandona la realidad que es más rica, excitante y peligrosa.

Se hizo el silencio habitual que sigue a las explosiones de las bombas de Brian. Obviamente el interés del tirabombas era producir ese silencio.

—Lo que pasa e´ que´l bolu ni siguiera se apioló que de la fauna, lo interesante no son los cronopios, famas o esperanzas inexistentes, sino los trufos que están entre nosotros. Dijo Brian.

Yo no sé nada de trufos y —con franqueza— a Cortázar lo leyó mi viejo pero yo no. Lo que sigue es un intento de trascripción de la conversación sobre el tema en el bar Suárez.

Conversación sobre los trufos

Decía Brian Carmona:

Decime qué es para vos el mundo y te diré qué sos:

Si para vos el mundo es un escenario, vas a transitar la vida actuando. Te vas a llenar de alegría cuando en una reunión social o en un ámbito cualquiera desplegás tu histrionismo y recibís los aplausos.

Si para vos el mundo es un mercado, tu vida es una eterna compra venta. Te distinguís de los actores visceralmente: con tal de ganar una transa podés andar en silencio por cualquier lugar. Te vas a reír para tus adentros de los histriónicos que salieron contentos con los aplausos. Tu alegría está en los pesos que ganaste mercando cuando sonaban esos aplausos.

Para los trufos, el mundo ni es un mercado, ni es un escenario: es un lugar injusto, desquiciado e incompleto que requiere reparaciones urgentes.

Además de los trufos esta visión la tienen los intelectuales de izquierda y algunos pensadores de café o de taxi.

Pero los trufos se distinguen de los intelectuales en dos aspectos. Primero, los intelectuales saben razonar con delicadas filigranas, conocen el arte de la refutación, son como cadetócratas judíos o ciertos monjes eruditos católicos, los unos podían escribir tratados sobre la implicancia de que una pequeña gota de leche caiga a media vara de la vajilla especial para comer carne, los otros discutían si, frente a un pecado que requeriría diez oraciones de penitencia, sería equivalente realizarlas juntas que separadas a lo largo del día. Los trufos van al bulto, no se detienen en silogismos. Piensan con los sentidos más que con la razón: tienen un eterno rumiar de las ideas entre los sentimientos, el cerebro y la realidad.

La otra diferencia con los intelectuales es que los trufos son gente de acción. Arrancan a la vida con una omnipotencia reparadora urgente. En su rumiar tripartito, la realidad es la acción. La compulsión al hacer los lleva a la equivocación y saben nutrirse de ella. Son cultores del error porque descreen de la quietud y prefieren pedir perdón antes que pedir permiso. Pero cuando están en acción son implacables —como Patton en operaciones— no hay equivocación o derrota que los saque de sus convicciones.

A no confundirse, los trufos no son primarios. Elaboran planes de reforma sofisticados. Estudian mucho. Saben que no pueden arreglar todo el mundo. Su pragmatismo los lleva a elegir un terreno para la reparación. Se concentran allí y vuelven regularmente a visiones globales y al eterno rumiar tripartito: sentimientos, reflexión, acción.

La principal diferencia que tienen los trufos con los pensadores de café es que, mientras estos son fatalistas, los trufos se sienten responsables y vislumbran el cambio a partir de su voluntad. Aunque van aprendiendo, poco a poco, que su propia omnipotencia es una ilusión, no dejan ni de actuar, ni de estudiar, ni de corregirse a partir de sus errores.

En el arranque juvenil el mundo parecía lleno de trufos. Pero los trufos de verdad se fueron descubriendo en el correr de las tentaciones.

Es como en Megafón o la guerra, de Marechal. Toda la barra iba a buscar a la "mujer celeste" pero casi todos se fueron quedando en el camino. A la primera puta apetecible, los personajes dejaban la utopía.

La política y el tiempo fue desgajando a los falsos trufos: pequeñas y grandes mezquindades, traiciones, arrugadas, corrupción, celos, miedo.

Los trufos son generosos, son una mezcla rara de omnipotencia y humildad. En su costado humilde, asumen que su capacidad es limitada, por eso convocan a gente que sabe más; se esfuerzan en buscar compañeros de ruta más capaces que ellos mismos. No tienen miedo de que alguien les mueva el piso. Si es que piensan que ese alguien puede limpiar el pedazo de cielo mejor que ellos, ceden gustosos su lugar, porque lo importante es el cielo limpio.

Algunos falsos trufos se muestran como si tuvieran los conocimientos y la convicción para reparar algo del planeta y con ese verso buscan su cuota de poder. Pasan la vida detrás de la famosa cuota de poder y cuando la consiguen deben ser sus esclavos. Condicionados desde arriba y disputados por los costados, se rodean de gente de confianza pero carente de habilidades, ni ellos ni sus clientes están para reparar nada.

Los trufos verdaderos, construyen solos las palancas para la acción o, cuando ven un resquicio para su compulsión, aceptan el poder para cumplir su misión aunque el entorno tenga poco que ver con ellos. Mientras pueden hacer, hacen y —a veces— se los ve elegantes, alegres y limpios en medio de olores nauseabundos. Pero no son complacientes. La complacencia los repugna, para ellos el poder es poder hacer, si la posibilidad de la acción no existe o si esa acción no es la que buscan se van, tienen la capacidad de irse porque son independientes, no roban ni medran ventajas en los entornos de la autoridad.

En medio de los delirios trúficos de Brian Carmona, el chueco — siempre fuera de lugar— salió con una pregunta que no resultó ser tan estúpida:

— ¿El Quijote era un trufo? Preguntó.

La cosa dividió a la mesa: la mitad decía que el afán redentor de los trufos los asimilaba al Quijote, la otra mitad, que el sentido práctico los alejaba, los trufos —decían— no son buscadores de aventuras sino de resultados.

Brian Carmona sacó a relucir su Quijote de la Mancha de bolsillo.

Leyó un capítulo en que el pobre Quijote volvía apaleado a su casa y era atendido por su sobrina y su Ama. El Ama le reclamaba diciendo que la Corte estaba llena de caballeros, pero ninguno volvía apaleado como él.

Brian leyó —como si fueran dichos del Quijote— algo más o menos así: "no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos deben ni pueden ser caballeros andantes; de todos ha de haber en el mundo"… "aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros: porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la Corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies…"

— Acá, dijo Brian, están los puntos de contacto con el Quijote: los trufos pelean contra enemigos de afuera del Palacio, no se detienen en juegos cortesanos y saben dormir a la intemperie. Cuando ven que se limita su posibilidad de acción, que no pueden cumplir con su función reparadora, salen de los escritorios llenos de botones y duermen alegres al aire libre.

El gordo José Luis preguntó qué primaba entre las tres cosas del rumiar de los trufos: el sentir, la razón o la acción. Cabe aclarar que la pregunta del gordo no era filosófica, no buscaba una mejor comprensión del devaneo de Brian. Para José Luis, el mundo era un casino y, habiendo tres posibilidades, quería ver donde estaba la chance. Ya iba a inventar algún juego para apostar.

— El "sentir", respondió Brian a los gritos, los trufos son unos tiernos apasionados que se escudan en la acción y piensan con el corazón, antes que con la cabeza. Además —dijo en tono un poco más reflexivo— tienen una armadura de humor: se ríen de si mismos, de los demás, de la vida y del mundo. Se defienden de las piñas con una ironía poco estridente, sin agresividad pero penetrante y permanente. Si no fuera por el humor y por la voluntad de acción se les notaría la endeblez de personalidades inocentes que se podrían deshacer con un símbolo o con una flor. A medida que van creciendo y ganan una incierta seguridad, los trufos aprenden a llorar y se permiten, en soledad, algún desarreglo, algún desborde afectivo. Pero en público, se disfrazan con el humor.

El "sentir" los condena y los salva: los condena a la generosidad y a la compulsión de cumplir con su misión redentora; los salva porque les permite vibrar con la música, la ópera, la danza, los libros, el cine, el vino, la poesía y, sobre todo, con la conversación. En esa mezcla de humor desopilante, que mal disimula la exposición de sentimientos, los trufos son conversadores intensos y provocadores. Los trufos nunca te regalan un libro que no leyeron ni un disco que no escucharon. No regalan objetos, tratan de compartir sensaciones: la de la lectura o la de la música. Además los trufos aman la vida, cuidan su cuerpo, están activos, hacen deportes, no fuman. Los trufos no quieren dinero, porque lo tienen o porque gastan lo justo para preservar su libertad y no quedar enredados en las intrigas de la Corte o en el intercambio desvergonzado de favores e influencias. Para poder cumplir con su misión, los trufos se esforzaron siempre con tres tareas absorbentes: primero la misión redentora; segunda el trabajo fuera de las influencias del poder, para vivir libres de condicionamientos; tercera la lectura y el estudio para llenar con contenidos sus obsesiones reformadoras.

— ¿Pero alguna vez arreglaron algo? preguntó el flaco Anchorena. Para el flaco el mundo es un juego de Monopoly donde gana el que llega al final con más guita y propiedades. No le va tan mal, es dueño de porcentajes crecientes de docenas de bares porteños y tiene acá y en el exterior una buena cantidad de morlacos. Tampoco le falta mucho para el final, entre lo que fuma y los dos by pass, tiene la meta cerquita.

No me acuerdo bien de la respuesta de Brian —que parecía defender a los trufos—, hablaba de éxitos que tenían más que ver con la historia de la humanidad que con el presente. En el juego de pavadas que dijo, entraban como trufos desde Sarmiento hasta el padre Mujica, desde el Perito Moreno hasta Washington.

Sobre nuestros trufos criollos del presente a mi me quedó la siguiente idea: hay dos clases, las dos con destinos de mierda. Algunos se prepararon toda la vida para hacer algún pequeño arreglito reparador de injusticias pero nunca pudieron realizarlo. Se parece a la película "El desierto de los tártaros": una guarnición de soldados que gastan su vida preparados para una batalla incierta que nunca llega, contra un enemigo ignoto que no aparece.

La segunda clase de trufos tuvo su cuarto de hora, transformaron al mundo desde la redacción de un diario, detrás de un escritorio ministerial, trabajando en una organización pública, en una asociación no gubernamental o en la gestión de un sindicato o de una cámara empresaria. Realizaron transformaciones profundas y se mataron laburando con convicción y garra. Pero cuando pasaron sus quince minutos fueron testigos de un mundo de logreros que hicieron tabla rasa con lo construido y se afanaron hasta los ceniceros.

Pensando en aquellos que en el pasado de nuestro país, se asimilarían a los trufos de Brian Carmona, yo diría que murieron en el peor de los desengaños. Más que humoristas los trufos parecen personajes trágicos.

Creo que el viejo Brian escuchó mis murmuraciones porque se le puso en la frente la misma tenue rayita que le vi el día que le dijeron que Racing iba camino a ser liquidado y que desaparecía como club y como pasión.

Los trufos saben de su destino trágico, no comen vidrio, ni se hacen demasiadas ilusiones —dijo—; ellos, como ninguno se guían con el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. Por eso algunos están encantados con el mito de Sísifo, aquel tipo del trabajo sin esperanzas, que sube una piedra pesada hasta la cima de la montaña, para verla caer y volverla a subir. Otros siguen masticando utopías redentoras en silencio. Para colmo, su sentido del pudor y la escasez de trufos los limita: los trufos son personajes solitarios. La grandeza de los trufos no está en el éxito, el sentido de su existencia es resistir.

Lo lamentable —decía Brian— es que el destino trágico es el de nuestros trufos. En Europa y Estados Unidos, los trufos son ponderados y reconocidos como servidores públicos, tienen una vida feliz.

Yo hablo poco en el Suárez porque soy el más pendejo, pero en ese punto —me acuerdo— me calenté mal. El tema —dije— es que tus trufos son unos hijos de puta. La van de redentores y terminan enamorados de sus propias mentiras. La diferencia con Europa o Estados Unidos es que, como esas sociedades están organizadas, los trufos no hacen falta y cuando aparecen, actúan chiquito, bien y sin mesianismo. Acá nos vendría bien un trufo o un cronopio que se deje de joder con ilusiones redentoras y piense en una organización social que no requiera ni de trufos reparadores ni de caudillos salvadores.

Se hizo un silencio. Brian me miró con un aire paternal. Me dieron ganas de llenarle la cara de dedos.

— Tené cuidado pichón —me dijo— estás pensando como un trufo, ya hablás de una sociedad mejor.

En ese punto intervino Laurita, la única mina de la barra. Cuarentona pero bastante fuerte. Para ella el mundo es una telenovela. Normalmente interviene una sola vez en toda la noche, escucha con atención pero después habla para si misma, no dialoga.

— ¿Cómo sería el amor entre los trufos? Se preguntó.

En seguida se respondió sola: Si se da un encuentro debe ser una explosión maravillosa, llena de alegría (ella usa esas palabras del kitch femenino). Comparten la angustia, pueden enfrentar su soledad y encima son apasionados. Pero hay cosas que los limitan —dijo en tono un poco más reflexivo—, los trufos son dadores universales. El amor es dar y recibir, a alguien preparado para ayudar y para reparar, le debe resultar difícil aceptar a un par que también desea hacer su ofrenda amorosa. Los trufos son independientes hasta el hartazgo, no les debe resultar fácil la pérdida de autonomía que supone un vínculo profundo. Además, si son sensibles y se protegen con la acción y con el humor, deben ser medio miedosos para entregarse sin reservas. Pero si se da, puede tener la intensidad de un choque de planetas.

En ese punto intervino Brian para poner orden:

— Pará piba —dijo— a esta mesa apenas si le da la estatura para analizar a los trufos, este tema es más difícil, más misterioso. Además —como dicen en una película— "el amor es una cuestión de coordinación. Es inútil encontrar a la persona correcta si no es el momento adecuado", si a eso le agregás que hay muy pocos trufos, estamos hablando de una probabilidad casi inexistente.

Pese a Laurita y sus desbordes románticos, yo seguía escéptico, pero no sabía cómo transmitir mi desazón con los trufos.

El broche lo dio Pepe —clarinetista del Colón—, compone además unas piezas de cámara que están estrenando en Madrid con alguna aceptación. Él no viaja a Europa porque le tiene miedo a los aviones pero después de pasar hambre durante siglos gana en euros y paga —a su turno— las rondas de cafés. Nunca agrede, dice las cosas con dulzura.

— Los trufos —dijo— están a medio camino entre los políticos y los artistas. Son demasiado buenos tipos para la política, les falta instinto asesino y les sobra talento, sensibilidad y escrúpulos. Por el otro lado no se desprenden de la tierra para volar con sus sentidos. Su legado es vano por la pretensión pragmática de hacer algo útil: lo que hacen muere antes de nacer. No saben —como los artistas— que las únicas cosas que tienen sentido son las que no sirven para nada. El sentido no está en los trufos, está en los cronopios, los famas y los esperanzas de Cortázar.


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