lunes, febrero 01, 2010

Un escritor detrás del espejo

Por Matias Serra Bradford - Nota completa en Perfil


Otra de las sorpresas que depara el inagotable Borges de Adolfo Bioy Casares es la aparición de Salinger a poco de empezar el libro, en la página 80, cuando Bioy anota: "Trato de elogiarle The Catcher in the Rye... pero estoy vago y sin elocuencia". Estamos en agosto de 1953, a sólo dos años de publicada la novela, a miles de kilómetros de distancia. Pero habría más. El 2 de enero de 1969, en presencia de Borges, Bioy vuelve a la carga: "Hablo de Salinger, cuyas Nine Stories releo. Borges sostiene: 'Se dice Salinguer, porque es judío'; (el traductor) Di Giovanni sostiene: 'Se dice Salinyer, porque es norteamericano'".

No es raro que a Bioy le interesara el autor de los Nueve cuentos –acaso la gracia de los diálogos y el uso del lenguaje coloquial– y a Borges sólo el origen de su nombre. Sí asombra la persistencia en el tiempo de ese interés, el retorno de un escritor que a esa altura de la década del 60 había dejado de publicar hacía cinco años y ya no lo haría más. A partir de ahora, tal vez lluevan a cántaros las hojas de las quince novelas que en teoría Salinger dejó inéditas. Hay que ver si los herederos –como sucedió con el hijo de Nabokov– se toman más de treinta años, a partir de la muerte de su padre, para decidirse a imprimir lo que sea que haya quedado. Ya vendrán también, como lo acaban de hacer con Raymond Carver, a contarnos que las comas, y los puntos y aparte, no eran del autor sino del editor de turno en el New Yorker (y no digo esto en defensa de Carver o Salinger –carreras que se forjaron a la sombra de ese semanario– sino en defensa de un New Yorker que entonces tenía otra puntuación y, desde luego, otra puntería).

J.D. Salinger pasó por varios colegios y universidades. Era seguidor de la homeopatía, del cine de los Hermanos Marx, y fomentaba inclinaciones gastronómicas un tanto excéntricas. Admiraba a Lorca, Keats, Rilke, Blake, Kafka, Coleridge, Fitzgerald y Proust. Actuó en varias puestas amateur y amagó con una carrera de actor que el padre le vedó. Lo paradójico de alguien que quiso ser actor y pasó su vida escondido del mundo se desvanece en cuanto uno vuelve al tono teatral de, sobre todo, El cazador oculto y Seymour: una introducción. La teatralidad de una carta, de un diario íntimo: dos de los géneros más saqueados por Salinger para contar la saga de los Glass, familia neoyorquina de siete hermanos genios. Todos entregados si no al arte o la religión, al cultivo de una alguna preciosa anomalía. Invitados intermitentes a un programa de radio, el mayor encanto de los Glass –por eso prevalece la primera persona– reside en sus voces. Hubiera sido interesante reunir en una emisión a los psicólogos y pediatras Winnicott y Piaget a ver qué diagnosticaban en el caso de los Glass. No hubo ni habrá otra familia como esa, ni en la literatura ni en la vida que osara imitarla.

En 1939, Salinger se anotó en un curso nocturno de escritura. En 1940, publicó su primer cuento. De 1942 a 1946 estuvo en el ejército, trasladándose a todas partes con una máquina de escribir portátil. En 1951 publicó The Catcher in the Rye, un clásico instantáneo que a cambio lo condenaría como escritor de un solo libro. En 1965 apareció su último relato en el New Yorker –Hapworth 16, 1924–, que por su ingenuidad bordada a medida hace pensar en Los jóvenes visitantes de Daisy Ashford e incluso en la Alicia de Lewis Carroll, y que marcó el final de su visibilidad. A propósito, el mejor retrato de esa cara de pocos amigos lo compuso y sombreó Ian Hamilton en In Search of J.D. Salinger. Las biografías que escribieron una de sus ex mujeres y una de sus hijas no son libros, son venganzas.

De culto y oculto. En El cazador oculto, Salinger cristaliza su maestría en el uso de la primera persona. Una primera persona del singular que sale a decirlo todo. Incontinente, inevitablemente impostada –a pesar de que el protagonista y narrador libra una batalla sin cuartel contra lo falso–, abrumadoramente verosímil. Un retrato magistral del vaivén entre inmadurez y madurez. La prosa es cristalina, como la de los relatos que le ganaron un lugar entre los cuentistas más singulares del siglo XX, y la precisión de los detalles y la secuencia de los hechos están contados con una claridad ligerísima, repentina. En El cazador oculto, Holden Caulfield –el narrador de 17 años, recién expulsado del colegio– les recomienda a aquellos que adoran un libro que llamen por teléfono a su autor. A partir de 1953, Salinger se mudó a Cornish, New Hampshire, y se pasó el resto de su vida ocultándose de curiosos impertinentes. Uno de los placeres, había confesado, de su desaparición definitiva sería evitarse el disgusto de tener que ver la adaptación al cine de El cazador oculto. Es que a Salinger le preocupaba, precisamente, cómo llevar a la pantalla una primera persona.


Acerca del protagonista de El cazador oculto, el ensayista Frank Kermode escribió: "Un héroe que en cierto modo es inferior, y en otro superior, al lector. (Su sabiduría es natural, la nuestra artificial.)". Los otros tres libros de Salinger –Franny y Zooey; Levantad, carpinteros, las vigas del tejado, y Seymour: una introducción; y los Nueve cuentos– dan revancha y muestran otros perfiles del escritor que Salinger quiso ser. Los dos primeros tienen ambiciones más extravagantes que la de escribir simplemente un buen libro; acaso por eso consienten en exponerse al ridículo. Nadie consiguió como Salinger hacer entrar en el juego de una narración una dimensión tan inasible como la del budismo zen. Sucesor de Thoreau y Emerson, Salinger se apropió de lo simple, lo directo, lo intuitivo y lo espontáneo del zen. El comentario o acertijo enigmático que promete un momento de iluminación. De allí, probablemente, que el maestro zen perfecto sea un niño, cualquiera de sus niños. (Cuando le preguntaron a Allen Ginsberg si no le hubiera gustado tener hijos, respondió: "Sí, hubiera querido tener en casa a un maestro zen".)

Señaló D.T. Suzuki –a quien Salinger quiso conocer– que el zen es una "enseñanza abrupta", que se inclina invariablemente por finales abiertos. No es difícil ver reflejada esta ligereza –esta prontitud– en Salinger. Se termina de leer un libro y el libro pesa lo mismo. Nada más zen que el silencio de Salinger –su "no intervención"– a lo largo de más de cuarenta y cinco años: comparaba publicar con caminar por la avenida Madison con los pantalones bajos. El zen no es una religión ni una filosofía, aclaró Suzuki, es una disciplina. En el caso de Salinger, la de callarse puertas afuera, la de seguir escribiendo puertas adentro. Tanto silencio, a la vez, lo había convertido en su propia viuda (rencillas legales incluidas). John Updike admiraba su toque oriental y el sentimentalismo benigno –que también observaba en Kerouac– y para él "el trabajo de Salinger apareció como una revelación... El rechazo a conformarse, la voluntad de arriesgar en exceso en nombre de nuestras obsesiones, es lo que diferencia a los artistas de los comediantes, y lo que a algunos artistas los vuelve aventureros en nombre de todos nosotros". Pero también arreciaron las críticas y en ocasiones, es cierto, vale preguntarse de Salinger lo que Ivy Compton-Burnett de Anthony Trollope: "Sí, es bueno. Es tan bueno que uno se pregunta por qué no es mejor". Como sea, esta madrugada soñé –el episodio onírico disculpará la primera persona– que si no encontraba la palabra correcta para definir a Salinger, el ascensor de servicio en el que iba no se detendría nunca. A fin de cuentas, la buena literatura parece darse cuando casi todo le sucede al lector.