Ésta es una de esas raras veces en que la realidad supera a la ficción.
La verdadera Mrs. Robinson, la protagonista de la célebre película El graduado, vive en Belfast.
En la ficción, Anne Bancroft representa a una aburrida y madura ama de casa estadounidense que acaba cayendo en la tentación de la carne fresca.
El personaje real, es mucho más que eso: Iris Robinson es una devotísima cristiana protestante pentecostal y miembro del Tabernáculo Metropolitano de Belfast; es también la esposa del ministro principal de Irlanda del Norte, Peter Robinson; ella misma es diputada en Westminster y en la Asamblea del Úlster, y famosa por su fuerte personalidad y su tendencia a apelar a la Biblia para justificar su extremismo religioso y su puritanismo en las costumbres.
Él se asemeja algo más al tímido estudiante representado por Dustin Hoffman: es Kirk McCambley, 19 años en la época de su tórrido romance con una mujer que le lleva casi 40.
Es el hijo de un carnicero de un barrio lealista protestante del Este de Belfast que acabó trabando una fuerte amistad con Iris, una de sus clientas, hasta el punto de que, estando el carnicero en el lecho de muerte, ella se comprometió a velar por el chico. Sus maternales desvelos acabaron convirtiéndoles en amantes.
Los burgueses ambientes de suburbio estadounidense de la película que Mike Nichols dirigió en 1967 son en esta versión de la vida real mucho más imaginativos.
Hay mucho más que sexo entre quienes podrían ser abuela y nieto: política, dinero, religión, tráfico de influencias y un trasfondo digno de que alguien vuelva a llevar esta historia a las pantallas: el ambiente endogámico, pacato, beato y sectario de la muchas veces tenebrosa pero al parecer también lujuriosa Irlanda del Norte, una tierra famosa sobre todo por el sectarismo, el odio, el fanatismo y la muerte.
Kirk McCambley quizás no sea un buen actor -o quizás sí, ¿quién sabe?-, pero no le falta presencia para dar el salto a la pantalla. Una publicación gay británica, Attitude, ha intentado sin éxito contactar con el apuesto amante de la señora Robinson para llevarle a la portada de la revista.
Hay algo más que oportunismo o pitorreo detrás de ese intento: es una manera de vengarse de una mujer que desde junio de 2008 está en la lista de cuentas pendientes de la comunidad gay anglo-irlandesa.
Porque la ardiente Iris Robinson es la misma que aquel verano, al día siguiente de que su marido fuera nombrado ministro principal de Irlanda del Norte y la misma semana en que un homosexual fue brutalmente apaleado en Belfast en un ataque homófobo, decidió ignorar las leyes británicas que protegen la no discriminación por razones de sexo y eligió refugiarse en la Biblia para condenar al homosexual. "La homosexualidad es abominación", vociferó la evangelista a pies juntillas, apelando así a los versículos del Levítico que proclaman: "Y cualquiera que tuviere ayuntamiento con varón como con mujer, abominación hicieron; entrambos han de ser muertos; sobre ellos será su sangre". "No es Iris Robinson quien determina que la homosexualidad es una abominación, fue el Todopoderoso", terció Peter Robinson.
Pero en aquellos días Iris ya estaba enfrascada en su tórrido romance con el joven Kirk. Y la madura esposa olvidó entonces que el Deuteronomio advierte: "Si se encuentra a un hombre acostado con una mujer casada, los dos morirán; el hombre que se acostó con la mujer, y la mujer". Todo político, como cualquier ciudadano, tiene derecho a una vida privada, a hacer de su capa un sayo. Pero un político que apela a la religión para intentar imponer un modelo de comportamiento al conjunto de la ciudadanía, tiene que ser consecuente con ese credo. Y predicar con el ejemplo.