Inteligente cuento de Ema Wolf.
Pasa el tiempo y me siento mas joven: ¡cada cosa!
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A medida que pasaban los años la cara de la nona Insulina se volvía más lisa y desarrugada. Las manos más firmes, la espalda más derecha. Hasta se notaba que crecía un poco. Con el tiempo se afirmaron los dientes y dejó de usar bastón.
Por esa misma época le empezaron a gustar más los tacos altos que las pantuflas.
En unos años nació su último nieto; y poco después, el primero.
Se jubiló de maestra de piano.
Pronto le desaparecieron las primeras canas.
Cuando quiso acordarse ya faltaban veinte años para su casamiento con el joven Beto Fregolini. Hasta entonces fue criando a sus dos hijos, que le daban cada vez más trabajo a medida que se hacían chicos.
Más tarde conoció a Beto. Él la sacó a bailar un sábado de carnaval en la Sociedad de Fomento de Carapachay.
Allí la nona Insulina pronto empezó a ir a las fiestas acompañada de su mamá.
A los doce años entró en séptimo grado y estrenó un par de zoquetes nuevos. Ya nunca más dejaría los zoquetes.
El día que empezó la primaria la nona Insulina gritó como una marrana cuando su mamá la dejó en la escuela.
Por entonces, se le picó la primera muela por lo que iba a ser su gran debilidad: los caramelos de leche.
El primer porrazo fue a los trece meses, cuando se largó a caminar.
Después empezó a gatear y a ofrecerle su chupete a medio mundo.
Era la época en que la entalcaban para que no se paspara.
En cuestión de semanas la pusieron a dormir en un moisés lleno de moños.
Enseguida, la nona Insulina empezó a despertarse cada cuatro horas para pedir la mamadera.
Una mañana de setiembre, muy temprano, pegó su primer grito: ¡buaaaaaaa! Le pegaron una palmada en el traste y después nació.