Jorge L. Borges
Laprida 1214. Por esa escalera he subido un número hoy secreto de veces; arriba me esperaba Xul Solar.
En ese hombre sonriente, de pómulos marcados y alto se conjugaban sangre prusiana, sangre eslava y sangre escandinava y también sangre lombarda y sangre latina; su madre era del norte de Italia.
Más importante es otra conjunción: la de muchos idiomas y religiones y, al parecer, de todas las estrellas, ya que era astrólogo.
La gente, máxime en Buenos Aires, vive aceptando lo que se llama la realidad; Xul vivía reformando y recreando todas las cosas.
Había urdido dos idiomas; uno, el creol, era el castellano aligerado de torpezas y enriquecido de inesperados neologismos.
La palabra juguete le sugería un jugo malsano; prefería decir, por ejemplo, se toybesan, se toyquieran; asimismo decía: sansiéntense o, a una estupefacta señora argentina: le recomiendo el Tao, agregando: ¿cómo? ¿no coñezca el Tao Te Ching?
El otro idioma era la panlengua, basada en la astrología.
Había inventado también el panjuego, una suerte de complejo ajedrez duodecimal que se desenvolvía en un tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas.
Cada vez que me lo explicaba, sentía que era demasiado elemental y lo enriquecía de nuevas ramificaciones, de suerte que nunca lo aprendí. Solíamos leer juntos a William Blake, en especial los "Libros proféticos", cuya mitología él me explicaba y con la que no estaba siempre de acuerdo. Admiraba a Turner y a Paul Klee y tenía, en mil novecientos veintitantos, la osadía de no admirar a Picasso.
Sospecho que sentía menos la poesía que el lenguaje, y que para él lo esencial era la pintura y la música.
Fabricó un piano semicircular. Ni el dinero ni el éxito le importaban: vivía, como Blake o Swedendorg, en el mundo de los espíritus. Profesaba el politeísmo, un solo Dios le parecía muy poco ...
Murió en una de las islas del Tigre. Le dijo a su mujer que mientras ella le tuviera la mano, él no se moriría.
Al cabo de una noche, ella tuvo que dejarlo un instante, y cuando volvió Xul se había muerto.
Todo hombre memorable corre el albur de ser amonedado, en anécdotas; yo ayudo a que ese inevitable destino se cumpla.
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