El hecho de que un pastelero haya dado nombre al hotel más famoso de Viena es algo que dice mucho en favor de esta ciudad.
Quizá la grandeza del Imperio Austrohúngaro, al desintegrarse, haya desembocado finalmente en la tarta de chocolate Sacher.
Grandes y controvertidas creaciones del espíritu se han engendrado en Viena desde el siglo XIX: el simbolismo de Gustav Klimt, los valses de Strauss, las operetas de Franz von Suppé y de Offenbach, el psicoanálisis de Freud, la literatura de Robert Musil, del movimiento socialdemócrata, el sionismo, el antisemitismo y la filosofía de Wittgenstein.
A ellas hay que añadir la tarta Sacher, que consiste en dos capas de chocolate unidas con mermelada de frambuesa y cubiertas con chocolate negro glaseado, a las que a veces se acompaña con chantilly.
Esta tarta la creó en el año 1832 el aprendiz de pastelero Franz Sacher.
El éxito le animó a levantar su propio negocio, pero fue su hijo Eduard quien, después de trabajar en hoteles de París y Londres, dio el salto, compró un palacio situado detrás de la ópera de Viena y abrió allí una tienda de repostería que se convirtió con el tiempo en un hotel de lujo, regentado todavía hoy por uno de sus herederos.
Pero más allá de cualquier convulsión política y social, en Viena hay planteado un pleito histórico que va más allá de la filosofía.
¿Quién creó realmente la tarta Sacher?
La emperatriz Sissí iba en una carroza dorada todas las tardes a tomar esa tarta a la pastelería Demel, que aún permanece vigente.
Este establecimiento se había apropiado de la fórmula, lo que generó una larga disputa que acabó en los tribunales.
El obrador del hotel Sacher ganó el juicio y, a partir de esa sentencia, logró patentar la tarta y se arrogó el derecho de lacrarla con su sello.
Corren algunas leyendas alrededor de este postre.
Se dice que Sigmund Freud, en el instante del éxtasis con su mujer, Martha Barnays, entre los gemidos convulsos de placer, solía gritar: "¡Sachertorte!, ¡Sachertorte!" (goloso el guacho!).
Por otra parte, es bien conocido que Hitler en su juventud anduvo perdido por las calles de Viena sin bigote tratando inútilmente de ingresar en la Academia de Bellas Artes. Después de varios intentos fallidos, Hitler desistió de ser artista y, al bajar por la escalinata de la academia, abandonó la calabaza, que le había otorgado el tribunal, y en uno de los peldaños se dio una palmada en la frente que le iluminó el cerebro y decidió dedicarse a la política.
Si en lugar de devorar la historia hasta reducirla a escombros hubiera decidido degustar una tarta Sacher, tal vez el siglo XX habría cambiado de destino.
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