Y permiten a uno comprender mejor su obra.
Esta habla sobre la dura infancia de un guitarrista como pocos, versátil y poco reconocido dentro de nuestro país [no así en el exterior].
Aquí va:
Santos, Brasil, 1922.
Hasta el más apurado de los estibadores frenó su andar durante algunos minutos para no perder detalle de aquel negrito que repartía sonrisas en la vereda comercial de la ciudad.
El negrito danzaba en la vereda, con la melodía prestada de un yoro interpretado por un guitarrista callejero en esa misma esquina.
El negrito bailaba y se contorneaba: todo sonrisa, todo simpatía, y una multitud detenía el tránsito de la vereda para disfrutar del espectáculo.
La mayoría de los transeúntes ya lo conocía.
Era Oscarzinho, el mismo que le lustraba los zapatos a los trabajadores del puerto por la mañana.
El mismo Oscarzinho que se ganaba sus monedas abriendo las puertas de los coches en la zona más fina de la ciudad.
Todos allí conocían de las virtudes de ese negrito incansable, que pronunciaba mal el portugués, que corría por las calles de Santos a las zancadas y que paraba algunas horas, por la noche, para dormir bajo el refugio de los bancos en la plaza.
Cuando Oscarzinho terminaba su faena, estallaban los aplausos.
Hasta el más humilde de sus espectadores ocasionales escarbaba en sus bolsillos en busca de esa moneda que pagara la sonrisa matutina, el esfuerzo del negrito que parecía dispuesto a impedirles a todos llegar temprano a sus trabajos.
Pero los transeúntes, que ya se dispersaban, no sabían todo de Oscarzinho.
No sabían qué hacía Oscarzinho con aquellas monedas que guardaba en un sobre celosamente oculto en su pantalón.
No sabían, acaso porque el tiempo los apremiaba y los patrones no miraban con buenos ojos a los que llegaban tarde, que Oscarzinho se corría un pique de un par de cuadras hasta el negocio de Marcio, el luthier de la ciudad.
Allí Oscarzinho entregaba el puñado de monedas que había juntado ese día, que se sumaban a todas las monedas que ya engordaban el paquete que Marcio guardaba detrás del mostrador con el nombre de aquel negrito escrito en manuscrita algunos meses atrás. "Quiero que me haga el mejor cavaquinho", había exigido el danzarín callejero, doce años, todo entusiasmo y 25 centavos en la mano.
Marcio entonces sonrió y le prometió que cuando juntara los 200 pesos necesarios, él le entregaría el mejor cavaquinho de Brasil.
Todos los días irrumpía en su negocio un agitado Oscarzinho con su puntual cuota de monedas para meter en el paquete con su nombre, con su sueño.
Con el tiempo y a fuerza de tantas visitas, Oscar fue ganándose la amistad de la mujer de Marcio, quien le ofrecía tomarse un café con leche en el negocio, mientras empezaba a rasgar las primeras cuerdas del cavaquinho de la vidriera que amablemente le prestaban para que practicara.
Uno de esos días, Oscarzinho corrió más que nunca con la felicidad de haber recaudado dos pesos, después de un par de días sin haber podido juntar nada para su cavaquinho.
Pero algo desmoronó el sueño de aquel negrito. En la vidriera del negocio cerrado, un
cartel anunciaba la fatalidad: "Cerrado por duelo". Oscarzinho tocó el timbre y la mujer de Marcio salió entre lágrimas, y entre lágrimas lo abrazó y le contó que Marcio había muerto esa mañana. Ella fue quien le confesó al oído cuáles habían sido las últimas
palabras de su marido: "Que a Oscarzinho no se le cobre ni un centavo más, está todo pago".
Cuando entraron al negocio, la señora le entregó el cavaquinho que Marcio había armado para él, por el que tanto había trabajado desde hacía meses.
Una sonrisa descarada se filtró entre la tristeza del rostro de aquel morochito que temblaba, de pie y con un cavaquinho flamante en sus manos flacas.
Nadie podía explicarse en Santos porqué Oscarzinho lloraba y se reía esa tarde, abrazado a su instrumento.
Nadie conocía demasiado, a decir verdad, de la trágica vida de aquel danzarín moreno.
Tampoco sabían los transeúntes de dónde venía Oscarzinho, y casi ninguno había oído nombrar en toda su vida el nombre de aquella misteriosa ciudad chaqueña, de nombre Resistencia...
El negrito danzaba en la vereda, con la melodía prestada de un yoro interpretado por un guitarrista callejero en esa misma esquina.
El negrito bailaba y se contorneaba: todo sonrisa, todo simpatía, y una multitud detenía el tránsito de la vereda para disfrutar del espectáculo.
La mayoría de los transeúntes ya lo conocía.
Era Oscarzinho, el mismo que le lustraba los zapatos a los trabajadores del puerto por la mañana.
El mismo Oscarzinho que se ganaba sus monedas abriendo las puertas de los coches en la zona más fina de la ciudad.
Todos allí conocían de las virtudes de ese negrito incansable, que pronunciaba mal el portugués, que corría por las calles de Santos a las zancadas y que paraba algunas horas, por la noche, para dormir bajo el refugio de los bancos en la plaza.
Cuando Oscarzinho terminaba su faena, estallaban los aplausos.
Hasta el más humilde de sus espectadores ocasionales escarbaba en sus bolsillos en busca de esa moneda que pagara la sonrisa matutina, el esfuerzo del negrito que parecía dispuesto a impedirles a todos llegar temprano a sus trabajos.
Pero los transeúntes, que ya se dispersaban, no sabían todo de Oscarzinho.
No sabían qué hacía Oscarzinho con aquellas monedas que guardaba en un sobre celosamente oculto en su pantalón.
No sabían, acaso porque el tiempo los apremiaba y los patrones no miraban con buenos ojos a los que llegaban tarde, que Oscarzinho se corría un pique de un par de cuadras hasta el negocio de Marcio, el luthier de la ciudad.
Allí Oscarzinho entregaba el puñado de monedas que había juntado ese día, que se sumaban a todas las monedas que ya engordaban el paquete que Marcio guardaba detrás del mostrador con el nombre de aquel negrito escrito en manuscrita algunos meses atrás. "Quiero que me haga el mejor cavaquinho", había exigido el danzarín callejero, doce años, todo entusiasmo y 25 centavos en la mano.
Marcio entonces sonrió y le prometió que cuando juntara los 200 pesos necesarios, él le entregaría el mejor cavaquinho de Brasil.
Todos los días irrumpía en su negocio un agitado Oscarzinho con su puntual cuota de monedas para meter en el paquete con su nombre, con su sueño.
Con el tiempo y a fuerza de tantas visitas, Oscar fue ganándose la amistad de la mujer de Marcio, quien le ofrecía tomarse un café con leche en el negocio, mientras empezaba a rasgar las primeras cuerdas del cavaquinho de la vidriera que amablemente le prestaban para que practicara.
Uno de esos días, Oscarzinho corrió más que nunca con la felicidad de haber recaudado dos pesos, después de un par de días sin haber podido juntar nada para su cavaquinho.
Pero algo desmoronó el sueño de aquel negrito. En la vidriera del negocio cerrado, un
cartel anunciaba la fatalidad: "Cerrado por duelo". Oscarzinho tocó el timbre y la mujer de Marcio salió entre lágrimas, y entre lágrimas lo abrazó y le contó que Marcio había muerto esa mañana. Ella fue quien le confesó al oído cuáles habían sido las últimas
palabras de su marido: "Que a Oscarzinho no se le cobre ni un centavo más, está todo pago".
Cuando entraron al negocio, la señora le entregó el cavaquinho que Marcio había armado para él, por el que tanto había trabajado desde hacía meses.
Una sonrisa descarada se filtró entre la tristeza del rostro de aquel morochito que temblaba, de pie y con un cavaquinho flamante en sus manos flacas.
Nadie podía explicarse en Santos porqué Oscarzinho lloraba y se reía esa tarde, abrazado a su instrumento.
Nadie conocía demasiado, a decir verdad, de la trágica vida de aquel danzarín moreno.
Tampoco sabían los transeúntes de dónde venía Oscarzinho, y casi ninguno había oído nombrar en toda su vida el nombre de aquella misteriosa ciudad chaqueña, de nombre Resistencia...