Bitácora devenida Golfista, temporal y afortunadamente. La sabiduría es ante todo conocimiento de si - proverbio chino.
lunes, febrero 01, 2010
Blue Note
Este el sello de jazz por excelencia, el que de manera más directa se asocia con la música nacida en Nueva Orleans. Creado en 1939 por el alemán Alfred Lion (al que se unió Francis Wolff). Abarca casi todas las etapas de la historia del jazz, prácticamente desde sus comienzos hasta la actualidad.
En sus inicios pagaban a los músicos con bebidas alcohólicas y grababan de madrugada, tras las actuaciones nocturnas de los músicos.
En la década de los cuarenta, Blue Note retoma su actividad grabando a músicos como Ike Quebec, Telonious Monk o Art Blakey.
Los 50 también pasarán a la historia por sus portadas, con fotos de los músicos de jazz en el estudio que introdujo Reid Miles (y se convirtieron en una constante en muchas ediciones de jazz de la época) y los diseños de un tal Andy Warhol.
En los sesenta debutan en el sello Dexter Gordon, Herbie Hancock o Wayne Shorter.
En 1963, Lee Morgan obtiene un enorme éxito con The Sidewinder y Horace Silver con Song for my father, lo que provocó que los distribuidores independientes presionaran a Lion para que editara éxitos similares. En aquellos años buena parte de los álbumes empezaban con un pegadizo tema pensado para sonar insistentemente en la radio.
Blue Note también se acercará a las nuevas tendencias del jazz (free jazz, jazz de vanguardia), editando álbumes de Andrew Hill, Ornette Coleman, Cecil Taylor o Bobby Hutcherson.
En 1965, el sello es comprado por Liberty Records. Alfred Lion se retira en 1967 y Francis Wolff muere en 1971.
En 1969 Liberty Records es comprado por United Artists que, a su vez, pasa a formar parte de EMI.
Finalmente, en 1985, Blue Note vuelve a la actividad como parte de EMI Manhattan Records.
McCoy Tyner, Joe Lovano y Grez Osby graban para el sello, hasta que llega una oportunidad: la reedición de álbumes clásicos en formato CD, una mina de oro con la que rentabilizar el amplio y valioso catálogo con el que cuentan.
Artistas de gran éxito comercial como Norah Jones, Van Morrison, Al Green, Anita Baker o Wynton Marsalis editan en Blue Note, un sello que empieza a ver las posibilidades comerciales de una escena emergente: el nu-jazz. Fundan subsellos en diversos países europeos (entre ellos, naturalmente, Francia, dada la importancia que ha adquirido la "french touch") y firman a artistas que se caracterizan por su fusión de jazz con otros estilos: Erik Truffaz, St. Germain (con el que obtiene un sorprendente éxito gracias al álbum Tourist), Booster, Medeski, Martin & Wood, Marc Moulin, Troublemakers, Madlib o, recientemente, Nicola Conte.
Además, se apuntaron a las nuevas tendencias con Blue Note revisited, un álbum de clásicos del sello con nuevos arreglos.
Escuchad la bella selección del sello aquí: http://player.slipstreamradio.com/player/slipstream/accujazz/961/
viernes, enero 29, 2010
La nona insulina
Pasa el tiempo y me siento mas joven: ¡cada cosa!
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A medida que pasaban los años la cara de la nona Insulina se volvía más lisa y desarrugada. Las manos más firmes, la espalda más derecha. Hasta se notaba que crecía un poco. Con el tiempo se afirmaron los dientes y dejó de usar bastón.
Por esa misma época le empezaron a gustar más los tacos altos que las pantuflas.
En unos años nació su último nieto; y poco después, el primero.
Se jubiló de maestra de piano.
Pronto le desaparecieron las primeras canas.
Cuando quiso acordarse ya faltaban veinte años para su casamiento con el joven Beto Fregolini. Hasta entonces fue criando a sus dos hijos, que le daban cada vez más trabajo a medida que se hacían chicos.
Más tarde conoció a Beto. Él la sacó a bailar un sábado de carnaval en la Sociedad de Fomento de Carapachay.
Allí la nona Insulina pronto empezó a ir a las fiestas acompañada de su mamá.
A los doce años entró en séptimo grado y estrenó un par de zoquetes nuevos. Ya nunca más dejaría los zoquetes.
El día que empezó la primaria la nona Insulina gritó como una marrana cuando su mamá la dejó en la escuela.
Por entonces, se le picó la primera muela por lo que iba a ser su gran debilidad: los caramelos de leche.
El primer porrazo fue a los trece meses, cuando se largó a caminar.
Después empezó a gatear y a ofrecerle su chupete a medio mundo.
Era la época en que la entalcaban para que no se paspara.
En cuestión de semanas la pusieron a dormir en un moisés lleno de moños.
Enseguida, la nona Insulina empezó a despertarse cada cuatro horas para pedir la mamadera.
Una mañana de setiembre, muy temprano, pegó su primer grito: ¡buaaaaaaa! Le pegaron una palmada en el traste y después nació.
Mas sobre Salinger
Fue cuando Jerome David -abreviado J.D.- Salinger apenas había publicado un único cuento.
En 1948 se ganó a los lectores más exigentes gracias a una colaboración con la revista The New Yorker y en 1951 logró seguidores en todo el mundo con la novela de culto El guardián entre el centeno. La historia del adolescente Holden Caulfield, que se resiste frente a la hipocresía y desesperanza del mundo adulto, incluso fue comparada con el Werther de Goethe.
Fue su única novela. Molesto por el revuelo y la fama que generó su libro, se retiró poco después de la vida pública.
Desde hace casi seis décadas vivía aislado tras altas cercas en Cornish, un refugio en las colinas de New Hampshire, en el noreste de Estados Unidos.
Al principio siguió en contacto con el exterior mediante sus relatos breves.
En 1953 apareció su libro Nueve cuentos, que incluye dos de sus más famosos relatos, Un día perfecto para el pez banana, y Para Esmé, con amor y sordidez.
Hace más de 40 años, el 19 de junio de 1965, el New Yorker publicó su nouvelle Hapworth 16, 1924, un ciclo sobre la familia Glass. Luego Salinger, uno de los autores norteamericanos más leídos y respetados de posguerra, se sumergió sin anuncio en el silencio. Ni una línea suya volvió a salir a la luz en casi 45 años.
"Sólo escribo para divertirme", señaló a The New York Times en 1974 en entrevista telefónica.
Agregó que el no publicar le otorgaba "una paz maravillosa". El resto de lo que se supo sobre J.D. Salinger provenía de fuentes secundarias.
La periodista Joyce Maynard, contó en 1998 en su libro de memorias Mi verdad, que el autor de culto se sentaba diariamente con un overoll azul frente a la máquina de escribir para redactar libros enteros.
Sin embargo, por la noche, guardaba las páginas bajo llave. "Sólo puedo soportar la sociedad allá afuera si uso mis guantes de goma".
Bailarina
Entiendo esta milonga es insuperable, tiene mucha polenta, y jamás hubiese creido que su autora era una dama. Touché!
Birmajer retrata a Salinger
Paul Nizan escribió en Aden Arabia: “Yo he tenido veinte años; no permitiré a nadie decir que es la edad más bella de la vida”.
Podría citarlo en cada uno de mis cumpleaños; pero gracias a Salinger, puedo parafrasearlo agregando: “Yo he tenido veinte años, por suerte a los 19 había leído El cazador oculto”.
La frase de Paul Nizan me la reveló el crítico Angel Faretta en la redacción de la revista Fierro, en el año 1986, el día en que cumplí 20 años.
La semana anterior, en esa misma redacción, Juan Sasturain me había regalado los Nueve cuentos, de J. D. Salinger. Me acuerdo perfectamente de que los leí antes de cumplir veinte, y que antes de cumplir veinte, también, leí El cazador oculto.
La sensación de compañía que tuve entonces fue tan intensa como la soledad que nunca dejé de sentir. Nunca me gustó Franny y Zooey; pero eso quedó largamente compensado por esa obra maestra que es Levantad, carpinteros, la viga del tejado. Creo que el humor trágico de ese relato extraordinario –extraordinario no sólo por el talento desmesurado, sino por la originalidad de su extensión, la genialidad del punto de vista, la combinación perfecta de lo prosaico con lo extraño–, lo emparienta, en mi siempre caótica y limitada galería, con Efraín Kishón y Bashevis Singer. Muchos han imitado El cazador oculto pero nadie ha podido acercarse siquiera a Levantad, carpinteros...
Es difícil entender nuestras sensaciones cuando muere alguien a quien siempre admiramos, que representó tanto para nosotros, pero que no fue un amigo ni un pariente. Su compañía, tan intensa y persistente, nunca fue otra que la de sus libros. De modo que no debería representarme un gran cambio su muerte. Pero el propio Salinger podría escribir un texto perfecto sobre por qué eso es completamente falso. Lástima que ya no va a poder escribirlo, como hizo cuando yo tenía veinte años, para explicarme lo que siento.
Cortina
No es difícil imaginar cuál ha de ser ..
Caravan es un estándar de jazz compuesto por Juan Tizol. Duke Ellington lo grabó en 1937. El tema es considerado como pionero del jazz latino.
Forma parte de la banda de sonido de dos pelis de Woody Allen: "Alice" (1990) y "Sweet and Lowdown" (Dulce y melancólico - 1999).
En esta filmación, los pianistas son Ellis Marsalis y Harry Connick Jr.
Hagan apuestas sobre la emisora, suena en los 91,7 Mhz del dial ..
Osvaldo Soriano y su padre
A trece años de la partida del Gordo, compartimos una nota de Pablo Montanaro publicada en Rio Negro en junio de 2007.
Relata la relación entre padre e hijo, y creola una perlita.
De voz temible pero de gestos dulces y reflexiones amargas, alto, de pelo blanco, con el infaltable cigarrillo en los labios que lo asemejaban a Dashiell Hammett, autor de la novela policial "El halcón maltés", así describió Osvaldo Soriano a su padre, José Vicente, un catalán llegado a la Argentina con tan sólo dos meses de vida.
Osvaldo nació en Mar del Plata, un día de reyes de 1943, en una modesta casa de madera sobre la calle Alvear. Cerca de allí, dos jóvenes escritores, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, tramaban las historias de don Isidro Parodi escondiéndose tras el seudónimo de Bustos Domecq.
José Vicente había llegado a esa ciudad situada a orillas del Atlántico junto a su mujer, Eugenia, para la instalación de la red cloacal por su empleo en Obras Sanitarias.
Durante la infancia del único hijo de la pareja, la familia nunca pudo arraigarse a un lugar debido a los continuos trabajos que en distintas provincias le surgían a don José. Así fue que cuando Osvaldo cumplió tres años tuvieron que instalarse en San Luis, luego en Río Cuarto para recalar posteriormente en Neuquén, donde intentó trabajar en los pozos de petróleo, y más tarde en Cipolletti. Muchos años después, ya escritor, recordaría a esta ciudad como "un verdadero Far West", con calles de tierra, sin librerías y con dos únicos entretenimientos: cine y fútbol. Y en su memoria aún no se había desdibujado la imagen de su padre leyendo el diario "La Prensa" "como buen gorila que era".
Esos años de residencia en tierra patagónica fueron reflejados con cariño y precisión por el escritor en los relatos incluidos en los libros "Cuentos de los años felices" y "Piratas, fantasmas y dinosaurios". En ellos uno de los temas centrales es la relación con su padre. Soriano empezó a escribir esos relatos sin saber que su padre se convertiría en el protagonista de tristes y desopilantes experiencias que tuvo su existencia.
En el prólogo a "Cuentos de los años felices" Soriano afirma que su padre era tal cual aparece en los relatos y cita una frase de un personaje de Armando Discépolo:
"Hijo, si vos lo soñaste, yo lo viví".
Alguien dijo alguna vez que para disfrutar de los relatos de Soriano referidos al padre sólo basta con leerlos.
Sin duda, es el mejor consejo para acercarse a esas historias conmovedoras, escritas con una prosa exquisita para iluminar esa cosa nostalgiosa que se convierte finalmente en felicidad:
"Un relato siempre viene del pasado y evoca una vida", sentenció.
De su padre no heredó ninguna de sus pasiones: José era simpatizante de River Plate, en cambio Osvaldo se hizo hincha de San Lorenzo de Almagro; pretendía que fuera ingeniero electrónico pero nunca se llevó bien con las matemáticas; consideraba a Perón "un degenerado" y violador de los derechos humanos, mientras su hijo fue peronista hasta los trece años porque estaba convencido que el peronismo ejercía la justicia social. "Nada de lo que a él le gustaba me interesaba a mí. Amaba las matemáticas y leía gruesos libros llenos de ecuaciones y extraños dibujos.
Me hablaba del Congreso y sus facultades cuando para mí sólo contaba el General", describió.
Más allá de estas diferencias y de estos cruces entre padre e hijo, Osvaldo amó y admiró a su padre. Lo definió como "constructor de cosas concretas" (por ejemplo, las cloacas marplatenses), un personaje emblemático que por las mañanas se asomaba a la ventana "para ver el país, no fuera cosa que desapareciera".
En los decadentes años '90, Soriano llegó a afirmar que veía a su padre "como contracara del presente. Lo cual -seguramente- a él le dolería tanto como a mí". Tomaba a su padre como un espejo del país que ya no era porque "aunque vivió de modo muy frugal, construyó a la par aquel país que, bien o mal, seguía ganándole metros al desierto", puntualizó.
En una entrevista Soriano comentó que más de una vez encontró a su padre despierto a la madrugada controlando el agua "orgulloso de velar por la salud de la población". Y lo comparaba con Oliver Hardy (el Gordo) compañero de andanzas de Stan Laurel (el Flaco) porque también él intentaba "significar la autoridad: le decía al Flaco cómo hacer las cosas y a él le salían como el diablo".
Por sus relatos sabemos que su padre no era bueno al volante y se disgustaba cuando su hijo se lo señalaba a tal punto que en una oportunidad lo desafío a pelear, desarmaba motores que después no podía armar, no sabía cocinar, se paraba frente a la vida "como si hubiera pasado cien años en los camarines del teatro Colón", y una tarde en el río Limay hundió su cabeza en el pecho sintiendo ese sabor tan fuerte, ese vacío infinito que es la soledad que lo transformó en una simple "brizna de polen arrastrada por el viento".
El padre fracasado e ingenuo de los relatos de Soriano se convierte en la metáfora exacta del sueño de una Argentina proyectada como una potencia industrial de los años '50 pero que prontamente se disuelve con lo que conllevó el nuevo orden mundial después de la Segunda Guerra Mundial.
Las manos de su padre no sólo estuvieron destinadas a los múltiples empleos que tuvo sino también a fabricarle a su hijo juguetes que no podía comprar con su magro salario. Osvaldo rememoró en uno de sus textos aquella lanchita a kerosene y el camioncito de madera, preciados tesoros que recibió en su niñez con alegría y eterno agradecimiento. "Fui feliz con esos dos juguetes", confesó muchos años después.
Pero lo que nunca le perdonó a su padre fueron esos numerosos traslados de pueblo en pueblo a que lo obligaba. Del mar al desierto puntano, de las sierras cordobesas a enfrentar el viento frío del sur... Fuertes desarraigos que lo distanciaban de amigos y novias y, especialmente, de su pasión por el fútbol, como cuando debió dejar el puesto de centrodelantero en el equipo Confluencia para seguir a su padre a una nueva aventura en Tandil. Con los años el fastidio se convirtió en consuelo: "Tal vez -reflexionó Soriano- hacía eso porque creía que, a pesar de alguna caída, había un mañana mejor para la Argentina".
La infancia de Osvaldo fue un territorio sin literatura. Los únicos libros que se apilaban en la biblioteca de los Soriano eran unos gruesos volúmenes de temas técnicos, manuales de instrucción, por cierto incomprensibles para quien por entonces devoraba las aventuras de Salgari y tiempo después, a los 20 años, descubriría a Faulkner, Dostoievsky, Hemingway, Chandler, entre otros. Como era común en las familias de aquel entonces, los padres no eran proclives al contacto físico para demostrar cariño a sus hijos. A diferencia de su madre, que propiciaba el contacto físico con su hijo a través de caricias o abrazos, don José llegó a saludar a su hijo estrechándole la mano, incluso, cuando estaban delante de otras personas, llegó a llamarlo por su apellido, lo que generaba que la gente pensara que se trataba de dos parientes lejanos. Para el escritor, a pesar de haber sido hijo único, eran formas que los padres encontraban para (im)poner distancia y no significaban rechazo. Lejanías que se acortaban cuando su padre lo salvaba de los escobazos en la cabeza que en más de una oportunidad le propinaba su madre cuando el pequeño Osvaldo hacía una de sus travesuras.
Después de "El ojo de la patria", publicada en 1992, Osvaldo Soriano sentía que era el momento de escribir una novela donde el padre sea uno de los protagonistas. De alguna manera, una extensión de aquellos artículos de contratapa en "Página 12" que escribía Soriano sobre el padre.
En "La hora sin sombra", un escritor trata de saldar las deudas pendientes con su padre, con las experiencias del pasado, con la vida y con la muerte. Aventura interior que tiene sentido en el reencuentro final. Soriano lo sintetizó mejor: "Un escritor que busca a su padre y se equivoca todo el tiempo y se va dando cuenta cómo uno puede equivocarse frente al amor".
En el relato "Reloj", Soriano transcribe una cita de Georges Simenon, contada por su biógrafo. "La fecha más importante en la vida de un hombre es la de la muerte de su padre. Es cuando no tienen más necesidad de él que los hijos comprenden que era el mejor amigo".
Don José Vicente Soriano murió en el otoño de 1974. Un año después que su hijo publicara su primera novela "Triste, solitario y final". A partir de ese momento Osvaldo Soriano comenzó a construir esas experiencias tristes y desopilantes protagonizadas por su padre, un personaje clave que le brinda al escritor el tono justo para narrar, el clima que humaniza las historias, tiñe de nostalgia suave y cruza todas las existencias.
jueves, enero 28, 2010
I surrender, Dear
La compuso Harry Barris allá por 1931, y la interpretaron muchos artistas: Bing Crosby, Django Reinhardt, Nat King Cole, Ray Charles, Thelonoius Sphere Monk, Aretha Franklin, Count Basie, Ella Fitzgerald y Madonna.
De todas ellas, quedome con la de Thelonoius. Apareció en el (imperdible) álbum Solo Monk, cuya factura data de 1965.
There will never be another you
miércoles, enero 27, 2010
La viuda de Montiel
Gabriel García Marquez
Cuando murió don José Montiel todo el mundo se sintió vengado, menos su viuda; pero se necesitaron varias horas para que todo el mundo creyera que en verdad había muerto. Muchos lo seguían poniendo en duda después de ver el cadáver en cámara ardiente, embutido con almohadas y sábanas de lino dentro de una caja amarilla y abombada como un melón. Estaba muy bien afeitado, vestido de blanco y con botas de charol, y tenía tan buen semblante que nunca pareció tan vivo como entonces. Era el mismo don Chepe Montiel de los domingos, oyendo misa de ocho, sólo que en lugar de la fusta tenía un crucifijo entre las manos. Fue preciso que atornillaran la tapa del ataúd y que lo emparedaran en el aparatoso mausoleo familiar, para que el pueblo entero se convenciera de que no se estaba haciendo el muerto.
Después del entierro, lo único que a todos pareció increíble, menos a su viuda, fue que José Montiel hubiera muerto de muerte natural. Mientras todo el mundo esperaba que lo acribillaran por la espalda en una emboscada, su viuda estaba segura de verlo morir de viejo en su cama, confesado y sin agonía, como un santo moderno. Se equivocó apenas en algunos detalles. José Montiel murió en su hamaca, un miércoles a las dos de la tarde, a consecuencia de la rabieta que el médico le había prohibido. Pero su esposa esperaba también que todo el pueblo asistiera al entierro y que la casa fuera pequeña para recibir tantas flores. Sin embargo, sólo asistieron sus copartidarios y las congregaciones religiosas, y no se recibieron más coronas que las de la administración municipal. Su hijo —desde su puesto consular de Alemania— y sus dos hijas, desde París, mandaron telegramas de tres páginas. Se veía que los habían redactado de pie, con la tinta multitudinaria de la oficina de correos, y que habían roto muchos formularios antes de encontrar 20 dólares de palabras. Ninguno prometía regresar. Aquella noche, a los 62 años, mientras lloraba contra la almohada en que recostó la cabeza el hombre que la había hecho feliz, la viuda de Montiel conoció por primera vez el sabor de un resentimiento. "Me encerraré para siempre —pensaba—. Para mí, es como si me hubieran metido en el mismo cajón de José Montiel. No quiero saber nada más de este mundo." Era sincera.
Aquella mujer frágil, lacerada por la superstición, casada a los 20 años por voluntad de sus padres con el único pretendiente que le permitieron ver a menos de 10 metros de distancia, no había estado nunca en contacto directo con la realidad. Tres días después de que sacaron de la casa el cadáver de su marido, comprendió a través de las lágrimas que debía reaccionar, pero no pudo encontrar el rumbo de su nueva vida. Era necesario empezar por el principio.
Entre los innumerables secretos que José Montiel se había llevado a la tumba, se fue enredada la combinación de la caja fuerte. El alcalde se ocupó del problema. Hizo poner la caja en el patio, apoyada al paredón, y dos agentes de la policía dispararon sus fusiles contra la cerradura. Durante toda una mañana, la viuda oyó desde el dormitorio las descargas cerradas y sucesivas ordenadas a gritos por el alcalde. "Esto era lo último que faltaba —pensó—. Cinco años rogando a Dios que se acaben los tiros, y ahora tengo que agradecer que disparen dentro de mi casa." Aquel día hizo un esfuerzo de concentración, llamando a la muerte, pero nadie le respondió. Empezaba a dormirse cuando una tremenda explosión sacudió los cimientos de la casa. Habían tenido que dinamitar la caja fuerte.
La viuda de Montiel lanzó un suspiro. Octubre se eternizaba con sus lluvias pantanosas y ella se sentía perdida, navegando sin rumbo en la desordenada y fabulosa hacienda de José Montiel. El señor Carmichael, antiguo y diligente servidor de la familia, se había encargado de la administración. Cuando por fin se enfrentó al hecho concreto de que su marido había muerto, la viuda de Montiel salió del dormitorio para ocuparse de la casa. La despojó de todo ornamento, hizo forrar los muebles en colores luctuosos, y puso lazos fúnebres en los retratos del muerto que colgaban de las paredes. En dos meses de encierro había adquirido la costumbre de morderse las uñas. Un día - los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorarse dio cuenta de que el señor Carmichael entraba a la casa con el paraguas abierto.
—Cierre ese paraguas, señor Carmichael —le dijo—. Después de todas las gracias que tenemos, sólo nos faltaba que usted entrara a la casa con el paraguas abierto.
El señor Carmichael puso el paraguas en el rincón. Era un negro viejo, de piel lustrosa, vestido de blanco y con pequeñas aberturas hechas a navaja en los zapatos para aliviar la presión de los callos.
—Es sólo mientras se seca.
Por primera vez desde que murió su esposo, la viuda abrió la ventana.
—Tantas desgracias, y además este invierno —murmuró, mordiéndose las uñas—. Parece que no va a escampar nunca.
—No escampará ni hoy ni mañana —dijo el administrador—. Anoche no me dejaron dormir los callos.
Ella confiaba en las predicciones atmosféricas de los callos del señor Carmichael. Contempló la placita desolada, las casas silenciosas cuyas puertas no se abrieron para ver el entierro de José Montiel, y entonces se sintió desesperada con sus uñas, con sus tierras sin límites, y con los infinitos compromisos que heredó de su esposo y que nunca lograría comprender.
—El mundo está mal hecho —sollozó.
Quienes la visitaron por esos días tuvieron motivos para pensar que había perdido el juicio. Pero nunca fue más lúcida que entonces. Desde antes de que empezara la matanza política ella pasaba las lúgubres mañanas de octubre frente a la ventana de su cuarto, compadeciendo a los muertos y pensando que si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo de terminar el mundo.
—Ha debido aprovechar ese día para que no le quedaran tantas cosas mal hechas —decía—. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar.
La única diferencia, después de la muerte de su esposo, era que entonces tenía un motivo concreto para concebir pensamientos.
Así, mientras la viuda de Montiel se consumía en la desesperación, el señor Carmichael trataba de impedir el naufragio. Las cosas no marchaban bien. Libre de la amenaza de José Montiel, que monopolizaba el comercio local por el terror, el pueblo tomaba represalias. En espera de clientes que no llegaron, la leche se cortó en los cántaros amontonados en el patio, y se fermentó la miel en sus cueros, y el queso engordó gusanos en los oscuros armarios del depósito. En su mausoleo adornado con bombillas eléctricas y arcángeles en imitación de mármol, José Montiel pagaba seis años de asesinatos y tropelías. Nadie en la historia del país se había enriquecido tanto en tan poco tiempo. Cuando llegó al pueblo el primer alcalde de la dictadura, José Montiel era un discreto partidario de todos los regímenes, que se había pasado la mitad de la vida en calzoncillos sentado a la puerta de su piladora de arroz. En un tiempo disfrutó de una cierta reputación de afortunado y buen creyente, porque prometió en voz alta regalar al templo un san José de tamaño natural si se ganaba la lotería, y dos semanas después se ganó seis fracciones y cumplió su promesa. La primera vez que se le vio usar zapatos fue cuando llegó el nuevo alcalde, un sargento de la policía, zurdo y montaraz, que tenía órdenes expresas de liquidar la oposición. José Montiel empezó por ser su informador confidencial. Aquel comerciante modesto cuyo tranquilo humor de hombre gordo no despertaba la menor inquietud, discriminó a sus adversarios políticos en ricos y pobres. A los pobres los acribilló la policía en la plaza pública. A los ricos les dieron un plazo de 24 horas para abandonar el pueblo. Planificando la masacre, José Montiel se encerraba días enteros con el alcalde en su oficina sofocante, Mientras su esposa se compadecía de los muertos. Cuando el alcalde abandonaba la oficina, ella le cerraba el paso a su marido.
—Ese hombre es un criminal —le decía—. Aprovecha tus influencias en el gobierno para que se lleven a esa bestia que no va a dejar un ser humano en el pueblo.
Y José Montiel, tan atareado en esos días, la apartaba sin mirarla, diciendo: "No seas pendeja." En realidad, su negocio no era la muerte de los pobres sino la expulsión de los ricos. Después de que el alcalde les perforaba las puertas a tiros y les ponía el plazo para abandonar el pueblo, José Montiel les compraba sus tierras y ganados por un precio que él mismo se encargaba de fijar.
—No seas tonto —le decía su mujer—. Te arruinarás ayudándolos para que no se mueran de hambre en otra parte, y ellos no te lo agradecerán nunca.
Y José Montiel, que ya ni siquiera tenía tiempo de sonreír, la apartaba de su camino, diciendo:
—Vete para tu cocina y no me friegues tanto.
A ese ritmo, en menos de un año estaba liquidada la oposición, y José Montiel era el hombre más rico y poderoso del pueblo. Mandó a sus hijas para París, consiguió a su hijo un puesto consular en Alemania, y se dedicó a consolidar su imperio. Pero no alcanzó a disfrutar seis años de su desaforada riqueza.
Después de que se cumplió el primer aniversario de su muerte, la viuda no oyó crujir la escalera sino bajo el peso de una mala noticia. Alguien llegaba siempre al atardecer. "Otra vez los bandoleros - decían -. Ayer cargaron con un lote de 50 novillos." Inmóvil en el mecedor, mordiéndose las uñas, la viuda de Montiel sólo se alimentaba de su resentimiento.
—Yo te lo decía, José Montiel —decía, hablando sola—. Éste es un pueblo desagradecido. Aún estás caliente en tu tumba y ya todo el mundo nos volteó la espalda.
Nadie volvió a la casa. El único ser humano que vio en aquellos meses interminables en que no dejó de llover, fue el perseverante señor Carmichael, que nunca entró a la casa con el paraguas cerrado. Las cosas no marchaban mejor. El señor Carmichael había escrito varias cartas al hijo de José Montiel. Le sugería la conveniencia de que viniera a ponerse al frente de los negocios, y hasta se permitió hacer algunas consideraciones personales sobre la salud de la viuda. Siempre recibió respuestas evasivas. Por último, el hijo de José Montiel contestó francamente que no se atrevía a regresar por temor de que le dieran un tiro. Entonces el señor Carmichael subió al dormitorio de la viuda y se vio precisado a confesarle que se estaba quedando en la ruina.
—Mejor —dijo ella—. Estoy hasta la coronilla de quesos y de moscas. Si usted quiere, llévese lo que le haga falta y déjeme morir tranquila.
Su único contacto con el mundo, a partir de entonces, fueron las cartas que escribía a sus hijas a fines de cada mes. "Éste es un pueblo maldito —les decía—. Quédense allá para siempre y no se preocupen por mí. Yo soy feliz sabiendo que ustedes son felices." Sus hijas se turnaban para contestarle. Sus cartas eran siempre alegres, y se veía que habían sido escritas en lugares tibios y bien iluminados y que las muchachas se veían repetidas en muchos espejos cuando se detenían a pensar. Tampoco ellas querían volver. "Esto es la civilización —decían—. Allá, en cambio, no es un buen medio para nosotras. Es imposible vivir en un país tan salvaje donde asesinan a la gente por cuestiones políticas." Leyendo las cartas, la viuda de Montiel se sentía mejor y aprobaba cada frase con la cabeza.
En cierta ocasión, sus hijas le hablaron de los mercados de carne de París. Le decían que mataban unos cerdos rosados y los colgaban enteros en la puerta adornados con coronas y guirnaldas de flores. Al final, una letra diferente a la de sus hijas había agregado: "Imagínate, que el clavel más grande y más bonito se lo ponen al cerdo en el culo." Leyendo aquella frase, por primera vez en dos años, la viuda de Montiel sonrió. Subió a su dormitorio sin apagar las luces de la casa, y antes de acostarse volteó el ventilador eléctrico contra la pared. Después extrajo de la gaveta de la mesa de noche unas tijeras, un cilindro de esparadrapo y el rosario, y se vendó la uña del pulgar derecho, irritada por los mordiscos. Luego empezó a rezar, pero al segundo misterio cambió el rosario a la mano izquierda, pues no sentía las cuentas a través del esparadrapo. Por un momento oyó la trepidación de los truenos remotos. Luego se quedó dormida con la cabeza doblada en el pecho. La mano con el rosario rodó por su costado, y entonces vio a la Mamá Grande en el patio con una sábana blanca y un peine en el regazo, destripando piojos con los pulgares. Le preguntó:
—¿Cuándo me voy a morir?
La Mamá Grande levantó la cabeza.
—Cuando te empiece el cansancio del brazo.
La dignidad del arte
Los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con que.
Cuando me viene el desánimo, me hace bien recordar una lección de dignidad del arte que recibí hace años, en un teatro de Asís, en Italia.
Habíamos ido con Helena a ver un espectáculo de pantomima, y no había nadie. Ella y yo éramos los únicos espectadores.
Cuando se apagó la luz, se nos sumaron el acomodador y la boletera.
Y, sin embargo, los actores, más numerosos que el público, trabajaron aquella noche como si estuvieran viviendo la gloria de un estreno a sala repleta. Hicieron su tarea entregándose enteros, con todo, con alma y vida; y fue maravilla.
Nuestros aplausos retumbaron en la soledad de la sala. Nosotros aplaudimos hasta despellejarnos las manos.
El otro yo
en los pantalones se le formaban rodilleras,
leía historietas,
hacía ruido cuando comía,
se metía los dedos a la naríz,
roncaba en la siesta,
se llamaba Armando Corriente
en todo menos en una cosa:
tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada,
se enamoraba de las actrices,
mentía cautelosamente ,
se emocionaba en los atardeceres.
Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo
y le hacía sentirse imcómodo frente a sus amigos.
Por otra parte el Otro Yo era melancólico,
y debido a ello,
Armando no podía ser tan vulgar
como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo,
se quitó los zapatos,
movió lentamente los dedos de los pies
y encendió la radio.
En la radio estaba Mozart,
pero el muchacho se durmió.
Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo.
En el primer momento,
el muchacho no supo que hacer,
pero después se rehizo
e insultó concienzudamente al Otro Yo.
Este no dijo nada,
pero a la mañana siguiente se habia suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo
fue un rudo golpe para el pobre Armando,
pero enseguida pensó que ahora
sí podría ser enteramente vulgar.
Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto,
cuando salió la calle con el proposito de lucir
su nueva y completa vulgaridad.
Desde lejos vio que se acercaban sus amigos.
Eso le lleno de felicidad
e inmediatamente estalló en risotadas .
Sin embargo,
cuando pasaron junto a él,
ellos no notaron su presencia.
Para peor de males,
el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban:
"Pobre Armando.
Y pensar que parecía tan fuerte y saludable".
El muchacho no tuvo más remedio
que dejar de reír y,
al mismo tiempo,
sintió a la altura del esternón un ahogo
que se parecía bastante a la nostalgia.
Pero no pudo sentir auténtica melancolía,
porque toda la melancolía
se la había llevado el Otro Yo.
Uno escribe para sanarse
Declaraciones de Rafael Gumucio, autor de "La deuda"
La deuda tiene cierta velocidad de lectura, pero por otro lado se ve un marcado detenimiento en la construcción de las frases. ¿Cómo es tu relación con el lenguaje?
Tengo una relación contradictoria porque empecé a escribir en castellano a los 14 años. Sabía hablar español cuando llegué a Francia a los tres años, pero no sabía ni leer ni escribir en castellano. Aprendí a escribir en francés, luego el castellano para mí es un idioma adoptado, es un segundo idioma con el que tuve una relación compleja. De extraordinaria libertad, porque siempre sentí que era un idioma en el que podía ser libre, pero siempre me sentí un poco extranjero.
Más que el idioma me importa sintetizar en frases la moral de los personajes y su mundo. Cuando uno tiene algo que decir, y es profundo, el lenguaje encuentra la forma de decirlo. No creo en los escritores que no tienen nada que decir pero escriben bonito y en los escritores que tienen mucho que decir y escriben feo. Disfruto con el idioma y con el lenguaje, pero disfruto mucho con esa pelea para lograr decir de manera sintética y clara, inteligible y divertida, cosas que al mismo tiempo me interesan. En este libro me rebelé contra esas cosas que siento en la literatura actual, que escriben de manera difícil cosas simples y te hacen sentir que están diciendo algo muy hondo y profundo y en verdad no te dicen nada. Yo quería hacer exactamente lo contrario: que un lector completamente distraído pudiera leer este libro, entretenerse y pasarlo bien, y luego que un lector más atento pensara que no era tan tonto.
El mayor halago fue de mi editor que cuando tuvo que corregirlo y editarlo le gustó mucho más porque no encontraba nada que cambiar. Cada frase que escribí, cada diálogo fue pensado. Hubo tres o cuatro posibilidades y versiones en las que testarudé hasta que lo dejé así.
¿Cómo te sentís vos en relación a la culpa?
Woody Allen comparado a mí es una alpargata. Yo soy la culpabilidad misma. Me siento culpable si voy a un restorán y pido poca comida. Si me equivoqué en un negocio y dije algo mal, no quiero ir más a ese negocio porque me produce timidez.
Uno escribe un poco para sanarse de esta enfermedad. He escrito tanto sobre este tema, sobre la culpa, sobre el miedo, que en gran parte no es un problema urgente en mi vida como lo era. De alguna forma, Fernando Girón es una versión mía, de algo que pude ser y no fue: me salvé porque fui capaz de escribirlo.
No soy culposo ideológicamente porque nací en el año '70 y tenía 18 o 19 años cuando cayó el muro de Berlín. Soy bajo de porte, o sea soy chaparro. ¿Cómo se dice aquí?
Petiso.
Petiso. Y los petisos estamos muy pegados a la tierra, por lo cual no creemos en grandes mensajes. No tengo ese tipo de culpabilidad pero sí otra y me doy cuenta que, por ejemplo, en terrenos como la sexualidad soy bastante poco liberado. Mucho menos de lo que yo quisiera o debiera.
En La deuda ninguno de los personajes piensa siquiera en hacer terapia. ¿Cuál es tu relación con la psicología?
Yo empecé a ir a psicoanálisis a los 3 años y voy a cumplir 40. Por supuesto que he hechos saltos entre medio, pero no muy largos. No he ido a psicoanálisis freudiano de sillón, sólo a psicoterapia, pero sí son muy importantes en mi devenir. Yo era un tipo de persona que no podría haber salido a la calle sin tratamiento. Tenía desórdenes severos de todo tipo, hoy día casi no se notan pero siguen ahí. Yo era una persona que no podía salir en la noche, tenía terrores nocturnos, había cosas que no podía vivir, que no podía ver. Tenía una serie de psicopatologías que he ido sanando, pero que me han ayudado mucho para comprenderme a mí mismo y a los personajes que me rodean. Sé que hay muchos escritores que hablan mal del psicoanálisis, pero sigo pensando que Sigmund Freud es el personaje central del siglo XX. Más que Einstein.
¿Uno puede escribir mientras está haciendo terapia?
Sí, sí. Si tú no vas a escribir, no vas a escribir hagas o no terapia, da lo mismo. Yo creo que la terapia no perjudica la literatura, porque no creo que la esencia del escritor esté en sus máscaras, si no en su cara. Esas máscaras son generalmente muy banales. Generalmente el subconsciente de uno es muy banal. Una mala terapia –como cualquier cosa– no ayuda a escribir ni a vivir, una buena terapia sí. A mí por lo menos, me ha ayudado muchísimo. No sé si tú has estado sometido a ella.
Sí, desde hace ocho años.
Claro, eres argentino. [Risas]
La terapia te desnuda personajes y te saca máscaras. Esas máscaras son muchas veces muy buenos personajes literarios. Por supuesto, la terapia vivida de manera dogmática hace mucho daño, luego hay personajes que son fruto del psicoanálisis acentuado que se transforman en seres omnipotentes que creen que todo lo pueden resolver a través de comprender a los demás. Ahí el psicoanálisis actúa un poco de manera deformante porque como tú estás terapiado y los otros no, tú tienes una especie de lámpara que mira al resto. Pero es verdad que eso le sucede a mucha gente que no hace terapia.
De romances suburbanos
Amén de la licencia poética, este título es lamentable ya que induce al error, dado que "Romance en Manhattan" es una peli de 1935 con Ginger Rogers.
La que vimos y recomendamos es de 2007, con actuaciones de Alec Baldwin y Sarah Michelle Gellar.
Filmada en la ciudad de Nueva York, es una adaptación de dos cuentos de Melissa Bank, "My old man" y "The worst thing a suburban girl could imagine", ambos publicados en el libro "The Girls' Guide to Hunting and Fishing".
Peli interesante pa' los amantes de los libros e historias bien adaptadas, con fotografía, ambientación y música increíbles (otro acierto de Heitor Pereira).
lunes, enero 25, 2010
Viene clareando
marca desgarradora
anuncia la presencia del nuevo día.
Uno mas, otro en la vida
o será este, el propicio
pal cambio?
Qui lo sa, eterno viento
nos pega en la cara
ora frío, ora caliente.
Pero desde la simiente
al (muy) guacho
no le somos indiferentes.
Nos pega en la jeta,
nos despeina, y quizá
nos vuele alguna idea.
Más también nos despabila,
y nos dice
guarda con la rutina.
Bien por Eolo
hijo de Hípotes
controlador de las tempestades.
Supimos tener largas conversaciones
fueron buenos tiempos,
y calmó las aguas.
Brilla el sol
es de día:
viene clareando
It's complicated
Una fotografía de la hostia, y la música de Hans Zimmer y Heitor Pereira que vale la pena, y le da mucha onda al film.
En español, la peli se llama (por esos misterios de traducción), "Enamorándome de mi ex".
He aquí la música:
viernes, enero 22, 2010
Jazz de lujo en Puerto Madryn
Merde Orilla!
Tom Jobim
Será un programa pa' grabar con la conducción de José Luis Ajzenmesser y Guillermito Fuentes Rey.
Si te gusta la buena música, la Bossa o el Jazz, será un excelente y rítmico momento pa' recordar al carioca Antonio Carlos Jobim, mas conocido como Tom Jobim, autor de infinidad de temas que consolidaron el bellísimo género del Bossa Nova: samba de una sola nota, desafinado, insensatez, aguas de marzo, etc.
A ajustar el dial/la compu, pal baile vespertino saturnino!
jueves, enero 21, 2010
Misteriosos oculos
Una embajada en subida
Nuestras expresiones muestran que la vida se nos presenta como una empinada escalera:
"Tiene una elevada posición", "subirá hasta lo más alto", "está en la cumbre de su carrera", "está escalando puestos", "bajó de posición", "está en el escalón mas alto".
Metáforas que llevan implícita la idea de que arriba de la escalera se encuentra lo mejor y abajo lo peor porque en nuestro mundo, en nuestras palabras, es así: arriba está el cielo, abajo el infierno; arriba se encuentra lo consciente y abajo nuestros traumas inconscientes, arriba esta la salud y abajo la enfermedad.
Así que la vida se nos presenta como una escalera que debemos subir para ser felices porque arriba esta lo mejor.
Ergo, los de arriba son superiores y tienen más merito porque han subido mas escalones que los que se encuentran abajo.
¿Y si no viéramos la vida como una escalera?
¿Si la percibiéramos como algo plano?